A Jorge F. Hernández
El encuentro es imaginario. Escritoras y autores de diferentes tiempos y geografías reflexionan sobre la lectura como un acto de libertad. Y sobre su mayor enemigo: la burocracia que desprecia el placer, teme a la inteligencia, al humor y al espíritu crítico de quien piensa por sí mismo y es capaz de expresarse con palabras.
Michael Ende confiesa: “Todos los miembros de nuestra familia, desde el más viejo hasta el más joven, tenemos la misma debilidad: la lectura. Es prácticamente imposible conseguir que uno de nosotros, por algún motivo, deje su libro a un lado para hacer alguna cosa urgente o inaplazable (…) Admito que ello acarrea de vez en cuando algún pequeño percance”. El autor de Momo describe varias escenas. Su abuelo está sentado leyendo mientras fuma una pipa. Atrapado en lo que lee sacude las cenizas, no en el cenicero, sino en el florero... En eso recuerda, por el sonido, que no ha tomado la medicina para la tos, agarra el florero y bebe todo lo que hay dentro: “¡Qué fuerte está hoy el café…!” La hermana adolescente habla por teléfono con una amiga mientras lee su libro. Luego de dos horas pregunta: “Oye, ¿quién es ese ‘Tuuu-uuu’ del que me llevas hablando todo el rato?”. El niño de 10 años llega tarde a la escuela porque por estar leyendo sube y baja del elevador sin parar y ya nadie le cree que no fue culpa suya…
Joseph Brodsky recuerda en voz alta su discurso al recibir el Nobel de Literatura en 1987: “Una obra de arte, la literatura sobre todo, y la poesía en particular, se dirige a una persona tete-a-tete estableciendo con ella relaciones directas, sin intermediarios. Exactamente por eso los defensores del ‘bien común’, líderes de las masas, voceros de la necesidad histórica sienten tanta antipatía por el arte en general, la literatura sobre todo, y la poesía en particular. Porque por donde pasó el arte, donde fue recitado un poema, ellos encuentran en lugar de una esperada aceptación y unanimidad, la indiferencia y las discrepancias, y en lugar de disposición para actuar, el descuido y la repugnancia”. El poeta ruso, acusado de “parasitismo social” en la URSS, asegura que quien tiene gusto por la literatura “es menos vulnerable a las repeticiones y a los conjuros rítmicos característicos de cualquier forma de demagogia política”.
Marina Tsvetáyeva, poeta condenada al Gulag sostiene: “La creación artística es, en algunos casos, una especie de atrofia de la conciencia, diré más: es una atrofia indispensable de la conciencia, ese defecto ético, sin el cual el arte no puede existir”.
Se oye de pronto la voz de Graciela Cabal, la autora argentina de literatura infantil que parecía salida de un cuento de hadas: “El derecho a ser feliz… ¿está escrito ese derecho, bien clarito en algún lado?”. Y propone escribirlo como el número uno con letras grandes y fosforescentes para que nadie se haga el distraído. “Los niños no necesitan sólo manuales o diccionarios para saber cosas prácticas, sino los mejores libros de literatura, los más bellamente escritos, los mejor ilustrados, porque son los más exigentes de todos los lectores. Los niños tienen derecho a leer, a elegir lo que leen… A encontrar la felicidad en la lectura”.
Evoqué estas voces mientras la burocracia cesaba al escritor Jorge F. Hernández. Más cercano a los personajes de La vida interminable que a los de La vida de los otros.
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