Este año, el primer mural de Diego Rivera en México cumple un siglo. Regresaba de Europa cuando José Vasconcelos le comisionó la obra en el Anfiteatro Bolívar de la entonces Escuela Nacional Preparatoria, hoy San Ildefonso. Cuando el filósofo vio el resultado a fines de 1922 se decepcionó. Aquello era una maravilla plástica, pero no la representación épica de la historia ni de la Revolución Mexicana, tampoco veía el mundo rural emancipado, las luchas proletarias o un mensaje nacionalista como se esperaba. El maestro pintó mujeres. Y título su obra La creación.
Las reseñas de hace un siglo no mencionan sus nombres. Hablan de los 900 metros cuadrados del muro, de la influencia que traía Rivera de los mosaicos de Ravena, de los pintores al fresco, los bizantinos, del simbolismo renacentista, del proyecto de pintar la historia de la filosofía y una alegoría de las artes y las ciencias. En Mi arte, mi vida, el artista agrega que su intención era plasmar en la encáustica “una historia racial de México a través de figuras que representaban todos los tipos que habían entrado a formar parte de la corriente de sangre mexicana, desde los indígenas autóctonos hasta los actuales mestizos (…)”.
Es Guadalupe Rivera Marín quien describe a las mujeres de La Creación en su libro Un río, dos Riveras. Cuenta que su padre eligió amigas como modelos: “Un grupo que de una manera u otra formaba parte del incipiente movimiento feminista en la capital de la república” y que se incorporaron a la vida artística y cultural fomentada por Vasconcelos.
A un siglo de aquello, en un ejercicio imaginario, veo a estas mujeres bajar del mural y unirse a las feministas de hoy en movimiento. Ellas no hicieron la revolución a balazos, pero sí con sus ideas, su vida y su obra. Miro a Lupe Rivas Cacho (en el mural La Comedia) entonces bailarina del teatro Lírico, haciendo en la calle el performance de Las Tesis: “Un violador en tu camino” junto con Julia Alonso (La Danza). Dolores el Río (La Justicia) corre a Guanajuato al estreno del documental La Revuelta, de Lucero González y Luna Marán. Lupe Marín (La Fortaleza, El Canto) protesta con rabia por el feminicidio de Brenda Jazmín, activista de Guerreras Buscadoras de Cajeme. Luz González (La Tradición) se va a Oaxaca para defender a la saxofonista Elena Ríos, víctima de la violencia y de la impunidad, expulsada antier de la Guelaguetza por desplegar una manta con la leyenda: “Oaxaca feminicida”. También desciende del muro la diplomática, maestra y escritora Palma Guillén (La Ciencia) para exigir justicia por los feminicidios de Margarita Ceceña en Cuautla, Morelos y el de Luz Raquel Padilla en Zapopan, Jalisco. Porque las dos denunciaron, pidieron auxilio, no fueron escuchadas y las quemaron vivas, dice Julieta Crespo de la Serna (La Prudencia). Graciela Garbaloza (El Drama) se suma para cantar con Vivir Quintana “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”. Y Nahui Olin (Poesía erótica) baja, se quita la túnica y lee su texto sobre la Iztaccíhuatl: “(…) Más dentro de la enorme mole, que aparentemente duerme, y sólo belleza revela a los ojos humanos, existe una fuerza dinámica que acumula de instante en instante una potencia tremenda de rebeldías, que pondrán en actividad su alama encerrada, en nieves perpetuas, en leyes humanas de feroz tiranía… Y la mortaja fría… se tornará en grito intenso de libertad”.
Al final se reúnen, toman las calles, las glorietas, los monumentos y el lenguaje. Para gritar con imaginación.
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