Imaginemos por unos minutos que el monumento más querido y emblemático de la Ciudad de México cobra voz:
Me llaman “El Ángel”, pero en realidad soy una Victoria Alada. Llegué durante las fiestas del centenario de la Independencia de México el 16 de septiembre de 1910 a raíz de que Porfirio Díaz encomendó la realización de un monumento conmemorativo. El diseño es del arquitecto Antonio Rivas Mercado y fue el escultor italiano Enrique Alciati quien me modeló con siete toneladas de bronce y oro inspirado en una bella mujer de nombre Ernesta Robles. He sobrevivido a tres fuertes terremotos. El primero fue en 1957, cuando volé 45 metros y caí en pedazos. Entonces mi cabeza yacía al pie del monumento y uno de mis brazos atravesaba la avenida Reforma. El escultor José María Fernández recreó mi figura de nuevo y un año después ya estaba lista. Luego sufrí la sacudida de sismos como el de 1985 y el de 2017. Pero sigo en pie.
He sido mudo testigo de incontables episodios. A los pies de la columna que me sostiene se han reunido en la última década ciudadanos y movimientos sociales muy diversos que comienzan o culminan sus marchas aquí. Desde las alturas he escuchado: “No más muertos”, “Ya basta”, “Estamos hasta la madre”, “Vivas nos queremos”, “Los fenómenos son naturales, los desastres son humanos”, “Matan a uno para callarnos a todos”, “Porque queremos justicia sembramos memoria”, “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”… Las frases resuenan en la memoria colectiva y unen a la sociedad agraviada. He aprendido a identificar si se trata de padres en busca de sus hijos, del gremio periodístico que protesta por la pérdida continua de colegas asesinados, de comunidades en defensa de la diversidad sexual, de estudiantes que buscan a 43 compañeros desaparecidos, de niños y adolescentes que han perdido a familiares y se preguntan en dónde están colocando sus fotografías al pie de la columna con una veladora. Todos exigen fin a la violencia y la impunidad.
En los últimos años, las mujeres han ido levantando su voz cada vez más. Las escucho: “No me cuidan, me violan”, “Nos están matando”, “Ni una más, ni una menos”, “Todas las mujeres, contra todas las violencias”, “Quiero vivir, no sobrevivir”… Percibo juventud y rebeldía, convicción y hartazgo frente a la violencia de género y el patriarcado que la nutre.
Desde aquí veo el acoso callejero, el manoseo, el abuso del taxista y del transeúnte, del jefe en la oficina y del pariente, la agresión disfrazada de “piropo”, la indiferencia de las autoridades, la complicidad policiaca y de los Ministerios Públicos y jueces, la indolencia social. Sé que los feminicidios aumentaron un 150% de 2015 a 2019 y que en lo que va de este año van 2 mil 173 mujeres asesinadas, 10 al día, 563 víctimas de feminicidio y mil 610 por homicidio doloso; también sé que cada cuatro minutos se comete en México una violación sexual.
Percibo rabia en las jóvenes feministas que ya no desean vivir así, que exigen libertad, vestir como quieran, caminar sin miedo a un secuestro, abordar el transporte público sin temor al abuso. Ir a la escuela, a la universidad, al trabajo o al antro por la noche sin que sus padres sufran horas de angustia. Están hartas de que sus amigas o compañeras salgan de casa y no regresen o las encuentren tiradas en un terreno baldío. Por eso se organizan y han decidido cuidarse entre ellas y diseñar los protocolos que nadie más implementa. Porque los feminicidios y la violencia son más frecuentes y crueles. Y a quienes denuncian las revictimizan. Entonces ahora sí rompieron vidrios, grafitearon y pintaron la base de mi monumento. Y vieron que sólo así las escucharon. Un colectivo de restauradoras solicita no remover las pintas hasta que se resuelva la violencia de género en este país.
Yo sigo en pie. Con la corona de laureles en una mano y en la otra, una cadena rota como símbolo de liberación. Y veo multiplicarse la diamantina rosa y los pañuelos verdes.
adriana.neneka@gmail.com