Hace un año leí El invencible verano de Liliana. Me deslumbró la escritura de Cristina Rivera Garza y, sobre todo, el talento para darle nueva vida a su hermana, víctima de feminicidio hace tres décadas, y convertirla en símbolo contra la impunidad y contra el olvido de todas y cada una de las mujeres asesinadas cada día en México.
Apenas antier, tres mujeres murieron balaceadas en Chihuahua. De una se ha dicho el nombre: Masiel Mexia Medina, de 38 años, médica anestesióloga del IMSS-Bienestar en una clínica de la Sierra Tarahumara. Un hombre entró a su casa y la mató. Tenía un hijo.
Lo que sucedió en la sala Manuel M. Ponce la semana pasada durante la entrega del Premio Xavier Villaurrutia a Rivera Garza por El invencible verano de Liliana ha generado un gran debate. Y no es para menos. El escritor y crítico literario Felipe Garrido parecía haberse equivocado de foro, de contexto y de época. Yo me pregunto si su discurso es más bien un reflejo de la indolencia social frente a la desgarradora realidad de los 11 feminicidios diarios y el doloroso calvario en el que se convierte la vida de miles de familias cuando les asesinan a una hija, hermana, amiga, madre.
En ese entorno, nadie con una mínima sensibilidad, empatía y hasta sentido común, le exigiría a la autora premiada darle más protagonismo en su obra al asesino de Liliana porque esos feminicidas resultan “fascinantes” en la historia de la literatura. ¿Banalización del mal? ¿Confusión entre realidades y ficciones? Más allá del linchamiento, por un lado, y de la “defensa de la libertad de expresión frente a la corrección política”, por el otro, quizá sea momento de revisar si la propuesta de Garrido en Bellas Artes es una extensión de la insensibilidad normalizada que se expresa todos los días: en fiscalías y ministerios públicos, en oficinas de gobierno, en el discurso presidencial, en el Congreso, en las calles, en las aulas… Y en los medios de comunicación. Porque no hemos aprendido a nombrar a las víctimas y menos aún a acompañarlas hasta que se les haga justicia. Por el contrario, “sin respeto alguno por las víctimas o sus familiares se pone a funcionar la pornoviolencia que, lejos de producir pensamiento y práctica crítica, genera la parálisis personal y social propia del terror”, como dice Rivera Garza.
La respuesta de la escritora inició en la sala Ponce y continuó en un artículo que publicó en el Washington Post: “(…) hay que escucharlas a ellas, verlas a ellas, ponerles atención a ellas, sus asesinos ya tienen demasiada prensa”. Propuso, contra el olvido, grabar sus nombres en calles y adoquines donde vivieron. Resistirse a borrarlas de la memoria. Escribió: “No perdamos la brújula ni le cedamos el protagonismo a quienes no les corresponde: el camino es largo, sigamos inventando juntas, juntos, juntes, más maneras de verlas a ellas, de producir lenguaje y presencia y memoria con ellas”. También advierte: “Los feminicidas siguen matando porque, además de contar con la exculpación de la narrativa patriarcal, están al tanto de la impunidad que les da el Estado y del apoyo cómplice que genera la indiferencia y la indolencia social”.
La de Cristina es una respuesta no sólo cargada de dignidad, sino de propuestas como la de reconstruir el sistema narrativo. En su caso, hacia una escritura documental y de relatos híbridos donde más allá del “yo”, el “nosotros” autoral cobra forma. Es otro modo, nuevo, de entender la literatura. Y también la vida.
adriana.nenekamail@gmail.com