A medio velorio, luego del concierto a cargo de estudiantes del Conservatorio, cuando el piano y la flauta hicieron silencio, la joven del arpa pidió permiso para hablar y con la voz entrecortada y el cuerpo tembloroso reveló que fue Gustavo Rébora quien le consiguió ese instrumento musical cuando ella no tenía un peso. Y no era cualquier arpa, sino de las mejores. Recientemente, narró, cuando supo que ella no tenía vestido para un concierto próximo, él se lo regaló. Y ahí, alrededor del féretro en el patio de su casa en Celaya, todos guardaban en secreto una historia similar a la de la muchacha. De alguna manera, Gus les había cambiado la vida.

Tres semanas antes, cerca de Navidad, en pleno repunte del Covid-19, Gustavo recorrió una noche las calles de Celaya en busca de migrantes, los encontró debajo de un puente y le llamó a Ceci: “Tenemos invitados”. Eran decenas. Rápidamente organizaron una colecta de zapatos, tenis, gorras y regalos para niños, cazuelas de espagueti, frijoles, arroz y pavo y reabrieron la Casa del Migrante para ofrecerle al día siguiente una comida a toda esa gente. Una fotografía revela la alegría de los invitados, cada uno con una banderita de su país en mano: Guatemala, El Salvador, Honduras... Y, en medio, Gustavo, el más sonriente. Él hacía cosas así. Como patrocinar proyectos artísticos, montar musicales, restaurar un edificio del neoclásico, organizar “Navidades felices” para zonas marginadas o fundar una universidad en 2019 justo en una de las ciudades más golpeadas por la violencia del crimen organizado: Celaya, Guanajuato.

El 11 de enero pasado, me llamó mi hermano Roberto para darme la noticia. Había muerto Gus, su hermano del alma. Un buen día llegó adolescente y vestido de scout a nuestra casa para hacer lo suyo: sembrar alegría y entusiasmo, donde más hacía falta. Y lo hicimos nuestro. Publicista primero, emprendedor después, tenía imaginación y energía creativa ilimitadas, filosofía humanista, pasión por la naturaleza, los jóvenes, el arte …y México. Generosidad y talento para tocar vidas y vocación para los sueños.

Trabajé con Gus muchos años en un campamento de verano para niñas y niños. En una tarde escribía la obra de teatro, las canciones, los diálogos, desarrollaba los personajes, diseñaba la escenografía y producía musicales como si se tratara de Broadway. Extraía la luz del brillante, pero también de la piedra. “Gustavo sacaba el artista secreto que tantos llevamos dentro”, dijo alguien en un homenaje.

Se casó con Cecilia Zárate, una bailarina profesional de la Compañía Nacional de Danza y en 1986 se fueron a vivir a Celaya con sus hijos Bernardo y María. Se enamoró de los trigales y los campos de sorgo del que fue un día “el granero de la República” y desarrolló nuevas biotecnologías, amigables con el medio ambiente, para el cuidado de los cultivos. También amó la ciudad y apenas llegaron él formó un equipo de futbol para niños y ella abrió una academia de danza. En 20 años crearon y llevaron a escena de la mano seis musicales de gran formato que culminaron con el montaje de su propia ópera Nuestro Tresguerras en 2014.

Cuando murió Bernardo, a los 16 años, en un accidente de coche, Gus lo convirtió en hoguera interior y multiplicó obras y proyectos. Fundó el Centro Universitario Celsus en 2019 y cuando murió era presidente del Patronato del Conservatorio de Música de Celaya, considerado uno de los tres mejores de México y “un milagro en el Bajío”. Compró la panadería de enfrente (“Las conchas del conser”, la bautizó) para dedicar un porcentaje de las ventas a becas para estudiantes de música y luego adquirió la casona de junto para que pudieran presentarse y tener una fuente de ingresos.

Tiger Gus, como le decían, murió hace seis meses. Parece que su corazón estalló de tanta alegría. Sospecho que es él, junto con Cecilia, el verdadero milagro en el Bajío.

adriana.neneka@gmail.com