Esa mujer tantas veces retratada, presente en grandes óleos como Ester guitarrista, Ester en su jardín, Ester japonesa, Maternidad… se sale de los cuadros, cobra cuerpo, rostro y voz para recorrer conmigo la exposición El umbral de lo abstracto, de Enrique Echeverría, en el Museo de Arte Moderno. Para muchos, fue el hermano mayor de quienes integraron el movimiento de la Ruptura en México.
Ester comenta cuadro por cuadro, desde el primer óleo realizado a los 20 años en el estudio de Arturo Souto La silla (1943), hasta la bellísima serie de Ofrendas, que dedicó a los estudiantes del 68 y las Acetografías, realizadas con una técnica inventada por él. Conoce cada etapa en la trayectoria de quien fuera su compañero de vida y la historia detrás de las pinturas, las aguadas, las tintas, los grabados, los dibujos. Desde el neorrealismo, el paisaje urbano, los retratos y naturalezas muertas, el postimpresionismo, el paso por el cubismo, y hasta la “abstracción orgánica”, como él mismo definía una de sus búsquedas… Todo, como decía Fernando Gamboa, como pretexto para componer su poesía cromática. Porque fue la experimentación y el juego con el color, sostiene Ester, el hilo conductor en toda su obra, maestría que lo lleva a exposiciones individuales en el Palacio de Bellas Artes en 1973 y en 2003.
Está a tres exámenes de concluir sus estudios de Ingeniería Aeronáutica en el IPN cuando el maestro Souto lo acepta como discípulo. Así, Echeverría rompe con todo y se pone a pintar. Hace su primera exposición en 1953 y según Manuel Felguérez es el primero de su generación en viajar a Europa; becado, recorre las ciudades y sus museos en un año y visita a su admirado Pío Baroja, de quien realiza un retrato extraordinario, como lo haría después con León Felipe. En tiempos de “No hay más ruta que la nuestra”, es de los disidentes, los excluidos, así que, junto con Gironella, Vlady, Héctor Xavier y Bartolí abren la Galería Prisse donde Cuevas, impulsado por él, exhibe por primera vez. Junto con ellos, crea en 1954 la galería Proteo, donde conoce al amor de su vida.
Con Ester, concertista y maestra de guitarra clásica y popular, se casa. Es el primer pintor mexicano en obtener la Beca Guggenheim y se van a Nueva York. Las tintas que hizo allá son de las joyas de la muestra, igual que sus acuarelas y tintas y gouaches sobre papel. Ya reconocido, con una niña y un niño (Laura y Alejandro), Ester le insiste en dejar su empleo en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro y dedicarse al arte. “Me decía: ‘el trabajo y el trato con gente común me aterriza, prefiero tener un sueldo y poder pintar con absoluta libertad lo que se me dé la gana’.” Lector voraz de poesía, cuenta Ester, era meditativo y tenía una gran fuerza espiritual. (…) Sí, mi bonita, poca cosa es la vida si no la enriquecemos dentro de nosotros mismos y la compartimos… le escribe.
Preparaba una exposición para la Galería de Arte Mexicano cuando decide experimentar con colores oscuros. El resultado deslumbra y Ester japonesa, donde ella aparece en un kimono que él le obsequió, se vende durante la inauguración. Triste, porque aquel óleo era su regalo de cumpleaños, lamenta perderlo y él promete pintar otro. Fue hasta que él murió (a los 49 años en 1972) que ella descubrió un gran lienzo en el que su esposo trabajaba. Era la nueva versión que hoy vemos, junto al original, en el MAM.
Xavier Moyssén escribió: “La obra de Enrique Echeverría es como una orquestación expresionista a la manera de Stravinski”. Y es tan cierto, como que Ester entra y sale de los cuadros todo el tiempo. Con su guitarra, siempre.