Hace unos días le escuché decir a Sergio Hernández que se le perdió su sombra. Entonces sospecho que quizá todo lo suyo, vida y obra, y lo que vemos en su exposición actual en San Ildefonso, ha sido una travesía, un fantástico viaje por cielo, mar y tierra, en busca de esa sombra que huye y se esconde del artista. Y que él ha tenido que alimentar cada día su imaginación para atraparla.

Mientras que José Clemente Orozco decía de sí mismo: “Soy la sombra de un sueño agitado”, Sergio Hernández cuenta que creció libre y sin límites, en el campo, y que por eso perdió su sombra. De pequeño la buscó en la naturaleza y en todos los seres vivos que lo rodeaban en ese inmenso jardín salvaje de su pueblo, Santa María Xochixtlapico, en Huajuapan de León, Oaxaca. De ahí su amor a los árboles y plantas, a los ríos y a la milpa, a los platanares y a los pájaros y los insectos. Ahora entiendo que no subía al mezquite y al huizache para bajar una pitaya o un carrizo, sino para encontrar su sombra. También la buscaba en el taller de su padre ebanista o entre las flores que sembraba su madre y en el nixtamal donde su abuela cocía el maíz. No la encontró entonces, pero la sigue buscando en las entrañas de las maderas con las que trabaja, en las plantas y palmeras que pinta y en ese mundo mágico de brujos y curanderas que conoció con su abuela en la mixteca y que habita su obra.

La familia emigró a la Ciudad de México cuando Sergio aún era un niño. Asegura el pintor que todos somos emigrantes y que al volver al lugar de origen ya nunca somos los mismos. Lo sabe porque él, un artista cada día más internacional, siempre regresa a Oaxaca. El asunto es que toda la familia compartía un cuarto, por lo que él dibujaba sin luz sobre el papel de arroz que los dueños de una tienda de chinos desechaban y él recogía. Aprendió a dibujar en las noches a oscuras. Incansable, siguió en busca de su sombra en la Academia de San Carlos y La Esmeralda y se descubrió como verdadero dibujante con su maestro Gilberto Aceves Navarro. Porque lo suyo, dice Hernández, es la línea. La línea que, según su colega Paul Klee, es el punto que salió de paseo.

En este viaje fantástico que es la búsqueda de su sombra, Sergio se ha enamorado de los libros, del conocimiento, de la alquimia, de la experimentación. Ha estudiado los códices antiguos, prehispánicos y coloniales, y los ha interpretado con maestría. Decía Miguel León-Portilla que es un tlacuilo moderno. Y es que en su pueblo respiró los mismos aires, bebió las mismas aguas, escuchó los mismos sonidos y palpó el mismo entorno de pirules y nopaleras que sus ancestros, los tlacuilos mixtecos.

Muy joven, Sergio continuó su travesía en París, donde conoció a Francisco Toledo; pero no vio su sombra. La ha buscado con espero por todo el mundo, ahí están sus libretas de viaje; y en Japón, donde Tanisaki escribió El elogio de la sombra, se nutrió para esculpir en oro La ola de Hokusai y luego escarbó las entrañas de un sabino antes de dorar las tablas de madera y esgrafiarlas. Si bien no encontró su sombra, que quizá son los límites, sí descubrió una nueva forma de llegar a la belleza. También se trasladó a la era medieval y quedó atrapado en manuscritos y retablos del siglo XVI. En especial, La crucifixión de Matthias Grünewald y en los libros del Beato de Liébana encontró en la palmera una metáfora de la vida y de la muerte.

Aunque sea un erudito, este artista no tiene tiempo para la vanidad, y sí mucha prisa por encontrar su sombra extraviada. Trabaja hasta 12 horas al día y en el camino ha adquirido el dominio técnico para ir del óleo a la tinta, la cerámica, la escultura o el grabado sin perder el asombro ante lo que de magia tiene el arte.

Mitos que nos explican, como el del ajolote de Roger Bartra o el de los Salvajes visitan su taller y toman por asalto el lienzo, la madera o el papel con la misma intensidad con las que el mito alrededor del Juárez imaginado aterriza en su obra, así como ese Pinocho que somos porque, dice el artista: “Todos los días mentimos, no queremos verdades, queremos mentiras, entonces qué mejor que pintemos creando mentiras, mentiras piadosas. Todo lo que he pintado no son más que mentiras. Yo me inventé ese mundo. En un mundo sumergido de violencia y zozobra, hay que inventarse algo ¿y qué te inventas? La gran mentira. Inventar cuadros”.

En alguna entrevista me dijo hace tiempo: “Siempre soy un exagerado y me preguntan por qué soy tan exagerado. ¡Y es que pasan cosas exageradas!” Y yo recordé cuando mi hijo Miguel de pequeño me preguntó un día: “¿Verdad que el arte es una gran exageración?”.

¿No es una exageración espléndida meter todos los personajes de Roger Bartra en un sarape?

En lo que no exagera Sergio es en esa verdad que encontró en la violencia que azotó Oaxaca en 2006, el día que, dice, “me descubrí en una guerra civil”, cuando le cayó una bomba molotov en su casa. Tiene razón cuando afirma que, en este país de hoy “todos los días vomitamos agonías”. Afortunadamente hay artistas que las convierten en arte y las bordan con belleza sin ocultarlas. Y nos ayudan a procesarlas de otra manera.

En ese recorrer un gran universo temático, guiado por su curiosidad, inquietudes y sed de conocimiento que no descansan, realidades como la violencia, los feminicidios, las desapariciones, las guerras, hambrunas y migraciones por el cambio climático y el ecocidio, no escapan al radar de Hernández. El bien y el mal, la vida y la muerte habitan toda su obra. Alcanzan lugar en ese enorme lienzo donde aparece la orilla del mundo imaginada por los antiguos escandinavos en la mítica isla del Thule, a donde no podían llegar los barcos porque desaparecían misteriosamente. Una metáfora del momento en que vivimos al borde de un cambio natural sin retorno para la humanidad. También está el ombligo de la luna, la Ciudad de México, cubierta de rojo y con un cráneo al centro que lleva un pedernal en la boca. La obra deviene reflexión acerca de una realidad apocalíptica inundada de sangre. Tanto, que el autor a veces se queda atrapado dentro de esos cuadros en donde tampoco está su sombra. Entonces sale a buscarla en sus propios sueños y pesadillas, como aquellas que tuvo en la pandemia y que trajo a San Ildefonso.  Dice que la formación más importante de su vida tuvo lugar en sus sueños, donde habitan las culpas, los gritos, los deseos y los demonios que solo es posible exorcizar dentro del cuadro.

Y en su taller.  Donde la alquimia y la magia ejercen todos los derechos. Donde pigmentos naturales como el cinabrio, el azul cobalto, el ocre y el negro, la malaquita o el sepia están listos para trasladarse a las telas. Donde el blanco de plomo, procedimiento químico ancestral, se reinventa. Donde minerales y químicos cobran vida propia sobre el lienzo y crean una paleta de colores sin brocha ni pincel en espera de que la mano del pintor intervenga con sus dibujos, óleos, arenas, esgrafiado.

Vemos los resultados de sus búsquedas en la sala dedicada a la Naturaleza, última parada del fantástico viaje. Luego de recorrer el cosmos con sus constelaciones y la Tierra con todos sus seres vivos, animales, insectos, minerales y vegetales, Sergio Hernández viajó al fondo de los océanos para preguntarle a los gigantes del mar si acaso han visto su sombra. Se encontró con los enormes cachalotes de Movy Dick, Pinocho, Jonás y también Leviatán. Y se las llevó, reales o fantásticas a sus lienzos, las dibujó, les puso blanco de plomo, las metió un azul aciano, las empapó en crementina, las sumergió en una pecera y luego las levantó para darles movimiento.

Quizá las ballenas son las únicas que saben dónde está la sombra de Sergio Hernández. Si acaso alguien descifra su canto, que nos cuente todo lo que nos quieren decir con urgencia acerca de nuestro planeta, pero que se guarden el dato de la sombra escondida. Para que este pintor siga jugando a que la busca y en el camino ilumine con su poética creativa esta época nuestra tan sombría donde aún buscamos un sitio para la esperanza.

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