En 1942 desembarcó de la mano de su madre y de su hermana del trasatlántico “Marqués de Comillas” que venía de Europa. ¿Qué sueños traía en su equipaje interior esa niña rubia de 10 años nacida en París y descendiente de un rey polaco? Un día se lo pregunté.
La historia que me contó comienza debajo de una escalera. Y es que la pequeña Elena Poniatowska tenía una institutriz en Francia, quien le dio la idea de esconderse por los rincones para leer sola y a gusto. La niña eligió refugiarse debajo de una escalera con sus libros aún antes de aprender a leer. Así descubrió algo que le fascinaría “más que cualquier otra cosa en el mundo”. Ahí se devoró ese periodiquito de tiras cómicas que se llamaba La semana de Suzette. Luego leyó novelitas de la Biblioteca rosa de la Condesa de Segur, ilustradas por Gustave Doré. Las niñas modelo y Las desgracias de Sofía “eran mundos que me interesaban muchísimo, muy parecidos a los míos, pero más atrevidos”, dice. Entonces nació el respeto y el amor a los libros.
Los primeros acercamientos a la poesía, me contó, fueron con Paulette, su madre, quien les hablaba en francés y les hacía aprender poemas de memoria a Kitzya, su hermana, y a ella. “Me enseño el Nomeolvides”, recuerda.
Cuando estalló la guerra su padre tuvo que partir y su madre decidió acompañarlo en calidad de enfermera; entonces Elena y Kitzya vivieron con sus abuelos. Y sucedió algo que marcó a la futura escritora: la relación epistolar con su padre. “Para mi era heroico que él respondiera desde algún lugar secreto. Me sentía importantísima porque ese señor, a quien todo el mundo admiraba, me escribía cartas a mi solita”. Con el abuelo leía cosas también heroicas, sobre Juana de Arco y Carlo Magno y con su abuela, National Geographic.
Ya en México, el librero de la niña scout que fue se pobló de títulos como Robin Hood y Cyrano de Bergerac, más personajes heroicos y vidas de santos. Leía los cuentos de misterio de Carolina Keene y, ya en el Liceo, a Víctor Hugo. Creció entre el francés de su madre y el inglés de su abuela, pero el español lo aprendió de su nana Magdalena Castillo que le abrió todo un mundo imaginario de la tradición oral mexicana, canciones, rimas, adivinanzas. Por las noches le contaba el cuento de Pedro de Urdimalas y le permitía oír al terrorífico Monje Loco en la radio.
Aquellas primeras lecturas y voces resultaron fundamentales en su escritura, según me platicó esa tarde mientras recordaba versos de memoria. ¿Qué le daban los libros entonces? “En primer lugar me sacaban de mi misma, de mi vida de todos los días. Yo me convertía en la heroína de todo lo que leía. Si era Lo que el viento se llevó, entonces era yo Scarlett. Tenía una capacidad asombrosa para no estar en la realidad. Mientras comíamos yo andaba en un barco con un pirata guapísimo, al ratito me iba a besar…. Nunca ponía los pies en la tierra, no aterrizaba jamás”.
Fue el periodismo, quizá, lo que le puso los pies en la tierra. Pero a sus 20 años, poco antes de dedicarse por completo al oficio, Octavio Paz la llevo a la librería francesa y le indicó lo que tenía que leer si es que deseaba escribir en los periódicos. Le presentó a André Breton, a los surrealistas, la Caballería roja… Y luego leyó a Rulfo, a Rosario Castellanos… y una lista interminable.
Elena Poniatowska cumple 90 y conserva mucho de la niña que desembarcó en México hace 80 años y que se enamoró de este país. En lugar de las escaleras, hoy se refugia en su sillón amarillo y hace, como entonces, lo que más le gusta: leer. Y hacerse preguntas.
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