Si la selva, el acuífero, los árboles, las cavernas, los cenotes, los sitios arqueológicos, comunidades indígenas locales y especies diversas de animales silvestres pudieran expresar los estragos del Tren Maya, rebautizado por ambientalistas y defensores del territorio como Tren Militar, el coro tendría tono de una tragedia que alguien por ahí tituló: “Crónica de un desastre anunciado”.
Ni las palabras o los números son suficientes para describir el impacto y el daño socioambiental y cultural que la obra ha provocado. En un recuento mínimo, con miras a deseables tareas de mitigación y rendición de cuentas, habrá que considerar algunos factores. Como la ilegalidad en la que ha operado el megaproyecto presidencial entregado al Ejército, porque inició sin los estudios de impacto ambiental que exige la ley, sin estudios de movilidad, sin consultas apegadas a protocolos internacionales y ha continuado la obra en desacato a suspensiones definitivas y provisionales dictadas desde el Poder Judicial. El proyecto ha costado hasta ahora 550 mil millones de pesos, el triple del monto aprobado inicialmente.
En cuestión ambiental: El cambio de trazo del proyecto original contemplaba el paso del tren por carretera y se desvió hacia la selva para satisfacer a los hoteleros. Ese viraje provocó, solo en el Tramo 5 (de Cancún a Tulum) la tala de 10 millones de árboles y en total, hasta ahora, la de 20 millones sin que sepamos el destino de la madera. En medio de la crisis hídrica que atraviesa el país, la previsible contaminación del acuífero que abastece de agua a la península de Yucatán, ya se evidencia en 122 cavernas afectadas con perforaciones, cemento derramado, miles de estructuras de acero, algunas de las cuales sostenidas por varillas que ya empiezan a oxidarse bajo el agua.
La mayoría de los datos, junto con videos, fotografías, imágenes captadas con drones y otras dentro del agua, los expuso el ambientalista, fotógrafo, buzo e ingeniero Michel Duhart durante la mesa de análisis “Grandes problemas de la cultura y el patrimonio cultural” en la que también participé el lunes a invitación del investigador Bolfy Cottom, de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Duhart es integrante de “Sélvame del tren”, organización ambientalista que ha documentado día con día las consecuencias de una obra ya catalogada como “ecocidio y etnocidio” por el Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza. También denunció la voracidad inmobiliaria, saqueo y destrucción de sitios arqueológicos, mercado negro de piezas y recursos naturales, un daño inconmensurable a Reservas de la Biósfera como Calakmul y Sian Ka’an, alteración irreversible en cuevas y cenotes (con vestigios arqueológicos y paleontológicos) en más de 50 kilómetros de trazo. Y la urgencia de rendición de cuentas, de suspender las obras y fincar responsabilidades. Ojalá los hubieran escuchado a tiempo en Presidencia, Semarnat, Profepa y el mismo INAH, a quienes buscaron para exponerles la dimensión del problema. Pero solo han sido denostados.
Mientras trabajadores y estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y arqueólogos y restauradores del INAH padecen las consecuencias de la austeridad presupuestal, ya se anunciaron nueve museos nuevos en la ruta del tren. Y Sedena abrirá hoteles en Chichen Itzá, Tulum, Nuevo Uxmal, Edzná, Palenque y Calakmul.
Lo que está en riesgo es la diversidad biológica y el conocimiento cultural, pero también la economía y forma de vida de las comunidades locales. Y, de la mano, la dignidad institucional.