Pienso en el canto de las sirenas que enloquecía a los navegantes en la mitología griega; la música de David tranquilizando al perturbado Saúl, en la Biblia; la magia en la leyenda del flautista de Hamelin… todo lo que hace con nosotros el sonido, la música. Y también el ruido. Porque desde hace un año vivo con el rugir permanente de los aviones sobre mi cabeza, lo mismo que dos y medio millones de personas más en 150 colonias del Valle de México, afectadas por el rediseño del espacio aéreo.
Los efectos sonoros en los seres vivos han sido estudiados desde tiempos remotos. En su texto “Percepción y sensación auditiva”, el doctor Horacio G. Piñeiro, de la facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, hace un recuento donde aparecen, por ejemplo, Leonardo Da Vinci, quien al escribir que las líneas a lo largo de las cuales viaje el sonido no son rectas sino curvas, describía las propiedades especiales de las sensaciones auditivas. O Hermann Von Helmontz, médico y físico alemán, autor de un trabajo definitivo sobre psicoacústica a fines del XIX. Mucho antes, los griegos adjudicaron los sonidos de Eco a la voz de la atormentada ninfa de la montaña, enamorada de Narciso, destinada por los dioses a repetir las palabras de otros.
El eco es un fenómeno de refracción que se produce en espacios vacíos donde el sonido choca contra paredes y montañas y es devuelto como reverberación. Por eso, dice Piñeiro, ha inspirado a grandes arquitectos de coliseos, teatros e iglesias “donde el sonido genera una majestuosa impronta para la presentación de grandes orquestas que cautivan a las multitudes”. Los púlpitos en las iglesias así se pensaron cuando no existía el micrófono. Y el Coliseo Romano se basó en el mismo principio con la idea de “enardecer”, tanto a las masas espectadoras como a los gladiadores.
Hoy, desde Xochimilco hasta Huixquilucan, la orografía montañosa con sus cañadas y barrancas hace que el ruido de los aviones que transitan el área haga eco y reverberación. Y se perciba con mucho mayor intensidad en el surponiente y el norponiente del Valle de México desde que se impusieron las nuevas rutas aéreas el 25 de marzo del año pasado. Si la OMS recomienda un máximo de 45 decibeles de día y 40 de noche, en Olivar del Conde y otras colonias el rugido nocturno supera los 100 decibeles.
La audición, dice el doctor en Ciencias Rafael Trovamala, está diseñada desde tiempos primitivos para atender la emergencia y sobrevivir. Experto en ruido y metrología acústica, me explica que se trata de un proceso instintivo que nos pone en alerta ante el peligro. El oído no tiene pestañas y no descansa. A la detección de un ruido fuerte se activa la amígdala y se generan neurotransmisores como la adrenalina o el cortisol, responsable del estrés y la ansiedad. Por eso la exposición al ruido aeronáutico excesivo altera la concentración y el sueño, inhibe la seratonina y la melatonina, eleva la frecuencia cardiaca y la presión arterial; altera procesos digestivos y desde luego la capacidad auditiva.
La inconsistencia del paso de aeronaves agrava la afectación. Tú puedes dormir con el ruido del aire acondicionado, pero no con el goteo de agua que cae irregular, eso te despierta. A un niño estudiando, el ruido llega y le dice “deja eso, ponme atención”. A otros le advierte “corre, huye”. El ruido produce todo tipo de reacciones bioquímicas en el organismo.
El colectivo Más seguridad Menos Ruido presentó una denuncia ciudadana ante la Procuraduría Federal de Protección al Medio Ambiente. Su espacio vital se volvió un gigante coliseo.