Un mundo de sueños, sin confrontaciones, urgencia de gadgets digitales o prisa consumista. Un espacio donde cualquier terreno se convierte en escenario creativo, no importa si es un campamento de refugiados, una calle destruida por la guerra, una azotea desnuda, la arena, la selva, la nieve, el desierto o un patio, porque en la mirada poética del juego infantil todo es posible. Desde la representación simbólica hasta la reinvención colectiva de la alegría.
La visita a la exposición Juegos de niñxs (1999-2022) de Francis Alÿs en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) ofrece varias lecturas. La primera, en conjunto, es inmediata y resulta del despliegue de pantallas con videos que documentan, en una gran variedad de países, escenarios y realidades, todo un repertorio de juegos universales. Sorprende ver a dos niñas en Nepal jugando matatenas con un puñado de piedras y saber que esta práctica tiene más de 2 mil años. O a jóvenes en Tánger, Marruecos, haciendo “Patitos” con una destreza admirable; a las chavitas de Hong Kong que saltan la cuerda en una azotea y cuya sonrisa ilumina toda la ciudad; a las que juegan “Resorte” en París; las “Canicas” en Jordania; el “Manotazo”, “El Lobo” y el “Salto al burro” en rincones lejanos del planeta. Los castillos de arena que se levantan en toda playa con presencia de manos infantiles. La simpleza de juegos como los que se practican en la nieve, aquél de las naranjas en Dinamarca o “las sillas musicales” en Oaxaca... nos reconcilian con la diversión y la risa sin grandes exigencias materiales. El contraste entre la austeridad de los elementos y la riqueza de la imaginación cobra forma en la memoria y en la nostalgia inevitable por los juegos de calle libres de peligro que recordamos desde sociedades contemporáneas amenazadas por la inseguridad que le han cedido el trono al entretenimiento electrónico.
Otra lectura. La capacidad infantil de reinventar el mundo, o escaparse de él, con la imaginación. Asombrosos los niños y jóvenes en Mosul, Irak, que juegan una buena cascarita entre ruinas y tanques. Y lo hacen sin balón. Recrean la manera como optaron por practicar el futbol cuando era prohibido por el gobierno del Estado Islámico. Festejan el gol imaginario, dan un cabezazo, hacen una finta, y casi miramos una pelota que no existe. O el juego del “Avión” trazado sobre la tierra en medio de un campo de refugiados en Sharya. Cada niño juega a saltar entre mundos “para escalar del infierno y alcanzar al cielo, desde donde regresará a la Tierra renacido y redimido”. Igual, un niño vuela su papalote en Afganistán en medio de helicópteros de guerra, mientras que, en Lubumbashi, República Democrática del Congo, un pequeño juega en la montaña de escoria tóxica de una mina de cobalto, donde buscadores clandestinos de litio se arriesgan para surtirnos de baterías. Como Sísifo, el niño sube hasta la cima con una gran llanta, se mete en ella y rueda hacia abajo solo para ascender de nuevo.
También vemos la adaptación creativa de infancias en México a nuevas temáticas. “Contagio”, con todo y cubrebocas, es en Malinalco la nueva versión de “Encantados” desde la pandemia del Covid-19. “Espejitos” o “Revolver”, en Ciudad Juárez, son la simulación de persecuciones y tiroteos a cargo de infancias que juegan sin matarse.
Hay mucho más. Francis Alÿs, el artista belga residente en México, nos regala un documento antropológico invaluable y gozoso y, al mismo tiempo, un pasaporte para pensar a las infancias de hoy, las urbanas, las rurales, las que resisten, desplazadas por la violencia o por el cambio climático, sin más recursos que su imaginación. Y también juegan.