Todo parte del dolor. Con él comienza y termina la caravana de todas esas personas que desde Cuernavaca decidieron caminar juntas durante cuatro días, para mirarse a los ojos y reconocerse, para encontrar en el otro lo que sólo entiende el que ha perdido a un ser querido atrapado en las garras de la violencia. Ese horror que penetra impunemente ciudades y pueblos, montañas y valles, desiertos y costas, la casa, la escuela y la oficina, cada rincón de un país ya cansado de vivir con miedo y de luto, como testigo mudo de tragedias que cada día se superan en crueldad y sin sentido. Caminan abuelos y madres, hermanos y amigas, niñas y ancianos, mujeres y hombres de Guerrero, Chihuahua, Veracruz, Tamaulipas, Sonora, San Luis Potosí, Guanajuato, Estado de México, Sonora, Sinaloa… A muchos los une la desesperación por los 60 mil desaparecidos, a otros el duelo por los 300 mil asesinados, por los feminicidios… A todos, la necesidad de ser mirados, el coraje para exigir lo que el país les debe: una política de Estado que garantice justicia transicional a las víctimas de la violencia, esto es, verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición.

“Vengo a mirar y a ser mirado”, decía José Saramago, cuando visitó Chiapas después del levantamiento zapatista. Lo recordé el domingo. Al toparme, por ejemplo, con los ojos negros y grandes de una niña indígena mientras sostiene la manta de los músicos asesinados en Chilapa. O con la mirada de una madre que llora desesperada y alza la voz cuando habla de su hijo Alexandro: “¿Cómo puede decir el Presidente que somos un show ?”. Y, justo al lado, la mirada de Mario, joven hermano de Rhonita LeBarón, mientras me explica que los 100 familiares que marchan decidieron quitarse el zapato y el calcetín de un pie y así caminar de la Estela de Luz al Zócalo de la Ciudad de México para honrar a la pequeña Mackenzie Langford, la niña de nueve años que logró escapar de la masacre en Bavispe, Sonora, la mañana del 4 de noviembre y recorrió 10 kilómetros para dar aviso de lo que sucedía. Nueve integrantes de su familia asesinados. Las ampollas en un pie la hicieron descalzarse. Cómo sostener, si no es con absoluta solidaridad, la mirada digna de Griselda, viuda de Javier Valdez, cuando dice: “Lo mataron por decir la verdad”, mientras encabeza el contingente que lleva la manta con el nombre del periodista.

Los integrantes de la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz, convocada por Javier Sicilia y Julián LeBarón, pasaron del abrazo colectivo a los gritos de un grupo de furiosos que los esperaba en el Zócalo. “Me mataron a mi hijo”, les dice una mujer. La respuesta automática: “¡Es un honor estar con Obrador!” exhibe no sólo insensibilidad, sino un fanatismo delirante y peligroso que, sin embargo, no impidió que la fuerza de las palabras del poeta retumbase frente a Palacio Nacional. Un reclamo por la recuperación de la agenda pactada en 2018 y luego abandonada junto a las instituciones ciudadanas de atención a las víctimas, una crítica a la criminalización de los migrantes, a la desatención a los pueblos indígenas en su llamado a detener los megaproyectos y a la polarización social promovida desde las mañaneras . La carta se oyó tan fuerte como el discurso de Adrián LeBarón: “(…) no somos chairos ni fifís , somos seres humanos luchando por vivir”.

El Presidente prefiere ser mirado por ojos benevolentes. Y es que no es fácil hallar en la mirada de las víctimas el dolor y la herida que confrontan al Estado. Habría que dejarse tocar por esos ojos y por la compasión para ahuyentar la indolencia. Y convocar a una sociedad más unida, empática y participativa que recuerde a Saramago: “Las miserias del mundo están ahí y solo hay dos modos de reaccionar ante ellas: o entender que uno no tiene la culpa y por tanto encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo (…) o bien asumir que, aún cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera”.

adriana.neneka@gmail.com

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