Leía a principios de año a un articulista que cuestionaba la cantidad de buenos deseos para el 2025 que circulan en redes y mensajerías, producto, para él, de un optimismo quizá irresponsable o mal informado ante una realidad amenazante, por ejemplo, con el ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos. Quizá en otro momento estaría de acuerdo con el respetado colega, hoy lo veo distinto.

Y no es que sea una optimista forzada, reconozco el oscuro entorno que nos rodea: La víctimas en Ucrania, el genocidio en Gaza, los rehenes de Israel que siguen atrapados, la ultraderecha en Europa y nuevos autoritarismos en ciertos países de este lado del mar, el mundo en manos de magnates como Musk, Bezos, Zuckerberg y Altman postrados a los pies de un delincuente que asumirá el poder en enero y a quien le han donado millones de dólares para su fiesta… Las caravanas migrantes atrapadas entre la esperanza y la incertidumbre de su futuro.

Más cerquita, las violencias cotidianas, la imagen cada día más frecuente de jóvenes y niñas desparecidas y familiares desesperados en su búsqueda, los nuevos congresistas empoderados aprobando, sin leer, reformas que anulan instituciones, contrapesos y espacios para la ciudadanía que costó décadas articular, nombramientos inimaginables en el poder, los feminicidios, las matanzas de cada día donde no importa ya si son mujeres, infancias o adolescentes las víctimas. Desde el norte del país hasta Chiapas, los cárteles desatados con la complicidad frecuente de quienes deben proteger a la sociedad…

Esto sucede en Cuernavaca, Morelos. De camino a casa el 27 de diciembre a las siete de la noche, las calles de la colonia están bloqueadas por patrullas de la Guardia Nacional. Le preguntas qué sucede, desde el auto, a un policía. “Dejaron dos cabezas ahí”, señala con una tranquilidad que estremece. “¿Aquí en Sol, donde mataron a tres personas hace poco?” “Aja”, responde. Y enmudecemos por la normalización con la que se informa un acto de barbarie así. En el chat de vecinos de la zona, donde continuamente preguntamos si fueron balazos o cuetes los que se escuchan de repente, la gente se alarma. No es posible vivir así, se lee cada día. Y el comunicado oficial, un día después, donde se informa que el local donde sucedieron los crímenes ha sido objeto de extorsión y será desalojado. Vuelven entonces los mensajes de feliz año nuevo. La cofradía en el desamparo.

Y es que, en un entorno así, se reciben con mayor urgencia los abrazos y los buenos deseos. Se valoran con sensibilidad renovada las reuniones donde se respira el afecto, se comparten la mesa y el vino, las luces en un árbol, la piñata y la posada. El descubrimiento de la poesía de Alice Oswald gracias al libro Falling Awake, regalo de tu hijo, o el suéter calientito y la antología de cuentos Dark fairy tales of fearless women (reunida por Rosalind Kerven), de mis hijas. El instante en el que tu nieto de un año señala y nombra a la Luna por primera vez mientras alcanza tu mano. El vuelo repentino de una parvada de golondrinas desde un árbol secreto. Momentos efímeros pero entrañables y duraderos en la memoria. Como la imagen de tu amiga Mariluz, que cerró sus ojos este año, o la de Lucía luchando ahora mismo en un hospital, te recuerdan la fragilidad de la vida y la fuerza del acompañamiento amoroso.

Llegan los primeros días de enero y mi único propósito, parafraseando a Alice Oswald, es “despojar mis ojos de las tinieblas”, mantenerme atenta a los motivos para respirar y, si es posible, abrazar la alegría como forma de resistencia.

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