El 11 de julio de 1991 a las 13:34 horas, cuando no teníamos Internet, teléfonos celulares o cámaras digitales, experimentamos con asombro, durante seis minutos y 54 segundos, desde la Ciudad de México, el eclipse total de sol. La oscuridad en pleno mediodía. Se anunciaba que el siguiente fenómeno así tendría lugar hasta el 8 de abril de 2024.
En octubre de 2023 conocí el Archivo de Indias en Sevilla, España. Llamó mi atención, detrás del cristal de una vitrina, un manuscrito de Juan Bautista Coluccini, jesuita italiano que llegó a Bogotá, Colombia, en 1604. El arquitecto, matemático y estudioso de las lenguas indígenas se concentra en el tema de los eclipses.
Desde mediados del siglo XVI, la Corona emite instrucciones para la observación de eclipses lunares y solares. El interés radica en que, observado desde distintas partes del globo terráqueo, en este caso Toledo en la Península Ibérica y Santa Fe de Bogotá en el continente americano, el fenómeno permitiría establecer la diferencia horaria entre los dos lugares y así, la longitud geográfica que los separaba. Si bien la latitud era calculable entonces con ayuda de un astrolabio o ballestilla, el instrumento para calcular la longitud, el cronómetro marino, se inventó hasta fines del siglo XVIII. A partir de la hora de observación de un eclipse en 1620 y la de otros anteriores, Coluccini da con la longitud requerida.
En la segunda parte del documento resguardado en Sevilla, donde el jesuita aborda el impacto del eclipse, pone en duda “creencias arraigadas” que suponían la influencia del fenómeno en la agricultura, la ganadería, el clima y toda suerte de factores asociados a la vida humana. Escéptico, establece que “algunos efectos podrán tener causas naturales. Pero esa predicción (del futuro) y creencias similares son una superstición que resta credibilidad a la verdadera ciencia (…)”.
Ignoro si Coluccini sabía del calendario maya o del Códice Dresde, donde esa civilización demostró su conocimiento astronómico. Podían calcular con exactitud el día que se produciría un eclipse, ya fuera de Sol o de Luna, y cuál era la posición diaria de Venus, Marte, Júpiter y Saturno, cuál fue hace miles de años atrás y cuál sería miles de años después. Miraban al cielo para preguntarle qué día era bueno para sembrar y cuál para cosechar, qué día era el más afortunado para realizar una boda, para darle nombre a un niño, para otorgarle el trono a un nuevo rey, para celebrar una fiesta, para realizar un ritual, un sacrificio, o para emprender una guerra.
En aquellos tiempos, cuando no había luz artificial ni telescopios, todas las noches un hombre sabio se sentaba a observar el cielo para que las estrellas, los planetas, los ciclos solares y los de la Luna, los eclipses y todos los eventos cósmicos les enseñaran a medir el tiempo, a calcular el pasado y a dibujar el futuro. Este hombre dejaba inscritos en códices, tableros y estelas su saber acerca del movimiento de los astros, para que otro llegara después a sentarse y continuar su tarea. Y así, generación tras generación, siempre hubo un hombre anotando y contando el ritmo y el latido del cosmos con el fin de alcanzar el secreto último del universo en los números.
El lunes al mediodía fuimos testigos privilegiados de un eclipse solar. Bello momento para recordar con emoción nuestra pequeñez en el cosmos. Pero también para leer Eclipse, el cuento de Tito Monterroso y el poema de Homero Aridjis: El sol es un ojo/rodeado de sombra/. La canción del Sol/ está hecha de luz/luz/luz/luz/Tiempo diferido. El futuro estaba aquí/antes de que nosotros/ fuésemos olvido (…).