Tres millones de personas afectadas en Guerrero, calcula Enki Research, consultora especializada en desastres naturales y guerras; sólo en Acapulco y Coyuca de Benítez, 250 mil familias damnificadas, según información oficial; más de 200 mil viviendas destruidas, decenas de miles sin energía eléctrica, cultivos arrasados… son cifras abrumadoras luego del paso del huracán Otis. Pero el poder de los números es limitado y sólo parece posible darle una dimensión al dolor cuando enfocamos un rostro, una mirada, el llanto de un niño o la desolación de una mujer que dice: “Lo perdimos todo”.
Es el poder de la imagen lo que más nos sacude y nos acerca al sufrimiento del otro. Pero mirar también compromete. Las imágenes hoy nos llevan a Guerrero. Parte de nosotros está frente a la gente sin casa, a milímetros de quien intenta hervir agua negra de las inundaciones para darle de beber a su familia, a centímetros del niño en calzoncillos, a un paso de la pequeña que duerme en el suelo mientras la picotean los moscos, o al lado del hombre desesperado que no encuentra a su hija. Estamos en el dolor de los familiares de los desaparecidos y los muertos. Y en la angustia por la pérdida de la fuente de trabajo, de miles.
¿Qué hacemos con las imágenes que vemos? Susan Sontag se lo preguntó en su libro Ante el dolor de los demás, donde afirma que ser espectador de calamidades es una experiencia intrínseca de la modernidad. El museo de la memoria, dice, es ya sobre todo visual. Las fotografías ejercen un poder incomparable en determinar lo que recordamos. La narración nos hace comprender, la foto nos conmociona. Y es que, explica, la vista está conectada con el cerebro y éste con el sistema nervioso.
Las imágenes de Guerrero golpean de distinta manera a las víctimas, a la ciudadanía y a los responsables de una tragedia que pudo prevenirse. Pero, como dice Sontag, quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo por aliviarlo o las que pueden aprender de ella. Los demás somos “mirones”, tengamos o no la intención de serlo.
La solidaridad de la ciudadanía conmocionada por la tragedia y tocada por las imágenes es un gesto de alivio. Como el de una aspirina urgente ante la fiebre. Pero falta mirar lo que no se ha retratado, lo que yace debajo de las aguas y los escombros, y el futuro a corto y a largo plazo de quienes perdieron todo, menos la pobreza. Y falta que el gesto se traduzca en exigencia porque, como advierte Sontag, “la compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita”.
Hasta aquí, a excepción de nombres propios (Acapulco, Guerrero, Coyuca de Benítez) y de las cifras, gran parte del texto lo publiqué en octubre de 2007 en Milenio donde colaboraba entonces, luego de las inundaciones en Tabasco y Chiapas que dejaron un millón de damnificados debido a la intensidad de las lluvias, el desbordamiento de los ríos… y la corrupción.
Las tragedias se repiten. Las imágenes nos conmocionan en su paso veloz por nuestras pantallas. Son los desastres socioambientales, pero también las guerras. Nunca habíamos visto tantas imágenes y tan desgarradoras como las que nos llegan de las víctimas del conflicto entre Palestina e Israel. A la disputa histórica de raíz se suma la contienda, en medios y redes sociales, por la atención emocional de las audiencias.
Que el bombardeo de imágenes no provoque, en su capacidad de anestesiarnos, la normalización de lo insoportable. Que no se marchite la compasión.