Hace un año, después de un chequeo médico de rutina, me diagnosticaron un padecimiento en las articulaciones. Acudí al médico y me tranquilizó, nada grave y muy común en gente mayor a los 50 años. No indagué en Google, no escribí correos, sólo se lo comuniqué a mi hermana vía el teléfono celular. Y, sin embargo, comenzaron a aparecer en Facebook y en las páginas de los periódicos que consulto vía Internet, todos los remedios posibles. Un bombardeo de aparatos y medicamentos que aliviarían los síntomas en un par de semanas.

Miré mi celular. El micrófono. Y pensé: “me escucharon, no hay de otra”. ¿O qué tal si el hospital al que acudí distribuyó por ahí mi estado de salud? Ya antes, después de ver la serie Black mirror, tapé la cámara del monitor de mi computadora. Para que no me espíen, pensé con ingenuidad. No sirve de nada. Y eso lo constaté recientemente cuando busqué un producto en Internet y bastaron un par de horas de exploración comparando precios para un bombardeo insoportable de anuncios intermitentes que no cesan cada vez que leo las noticias en los portales periodísticos. Son los algoritmos, me dirán. El costo de la gratuidad. Pero hay más. Uno de los productos me llamó más la atención que los otros. Y no hice más que posar la mirada quizá más tiempo de lo debido en aquello porque ahora ese producto me invade mañana, tarde y noche en el monitor. Olvídense si se busca un hotel o un vuelo económico. El pago por la gratuidad es el látigo de la neuromercadotecnia electrónica y la llamada minería de datos (o recolección de datos personales) que son hoy, el nuevo capital.

No pretendo convertir este espacio en un desahogo, pero dado que lo anterior es algo que nos sucede a millones en el mundo cotidianamente, me pregunto si esta invasión, ya no sólo a nuestros gustos personales (Spotify me sugiere cada semana qué escuchar después de monitorear la música que oigo por las mañanas mientras hago ejercicio), sino a la voz, la mirada, mis movimientos, mis viajes... el like, el retuit, o el comentario en Facebook. Cada día brotan más notificaciones no solicitadas en redes sociodigitales, más peticiones de firma, más correos basura y, sobre todo, más tiempo requerido. Si la clase política no concibe ciudadanos sino votantes, el ecosistema digital nos ha convertido en consumidores sin escapatoria en una red vertiginosa de demandas de atención.

Después de que el presidente López Obrador le pidió ayuda a Mark Zuckerberg, el mismísimo dueño de Facebook, para conectar al país, pensé que había que voltear hacia otro lado en busca de alternativas. Luego de ver que la secretaria de Cultura se enreda en busca de su vocación mientras decide qué hacer con el Fonca, la FILIJ o Los Pinos, planea un Museo del Maíz y la Cultura Alimentaria en Chapultepec, festeja la repatriación de exvotos… me pregunto: ¿Qué nuestra vida digital no es un tema de cultura?, ¿cuál será el papel de la Secretaría de Cultura en el programa “Internet para todos”?, ¿alguien se preocupa por defender el derecho a la privacidad de las comunicaciones ciudadanas?, ¿por la capacitación en el uso consciente y ético de las redes?

En la búsqueda, encuentro colectivos como Rancho Electrónico (ranchoelectronico.org) que, preocupados por la vigilancia, la neutralidad de la red, los emporios tecnológicos y la minería de datos, realizan talleres de software libre, edición digital, código básico, digitalización de obras de ficción, autodefensa digital, codificación de datos cualitativos…

“Desde nuestro espíritu hacker, con nuevas herramientas, que son el software libre, los medios libres, el arte, la cultura, el territorio y nuestro propio cuerpo libres, reforzaremos el paso, no para ir más rápido sino más juntas y juntos…”

Hay colectivos autónomos de jóvenes que mucho tienen que enseñarnos en el uso consciente de las redes y de Internet. Porque “cuando algo es gratis… el producto eres tú”, como advierte Rancho Electrónico. Y creo que su idea puede aplicarse también a la política.

adriana.neneka@gmail.com

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