Salgo a caminar la mañana del lunes 3 de junio. Ya no veo pendones en los postes sobre Calzada de las Águilas. Algo de limpieza y silencio se respira en la calle, el cielo es muy azul, el ozono y las partículas tardan en apoderarse del aire. Después del 2 de junio se siente una especie de alivio. Porque ya pasó. Y porque nos guste o no el desenlace, una mayoría ejerció su poder y votó.

Luego de escuchar los resultados preliminares del domingo, nos vamos a dormir agotados. Arrasó Morena. Envidio a quienes festejan en el Zócalo de la Ciudad de México, porque son capaces de olvidar: la militarización, la violencia, el poder creciente del crimen organizado, las y los 35 candidatos asesinados durante las campañas, las ejecuciones, los once feminicidios diarios, la desesperación de madres buscadoras, las 6 mil fosas clandestinas, los desplazados… Pienso en la continuidad del legado sexenal: el desmantelamiento de instituciones que llevó décadas construir, la política de austeridad que eliminó fideicomisos, golpeó a organizaciones de la sociedad civil y a organismos autónomos. Y veo la peligrosa tendencia a depositar todo el poder en una sola persona.

Por la mañana, las opiniones se dividen entre la celebración porque “por primera vez en 200 años tendremos una presidenta mujer” y el azoro porque nunca imaginó quien votó a Xóchitl Gálvez tan abismal diferencia en el resultado. Alégrate, es una mujer, me digo. Emociónate, me dije hace seis años con escepticismo, pero con ganas de confiar. Y recuerdo que, como Claudia Sheinbaum en su primer discurso como virtual ganadora, en 2018 el tono de AMLO era conciliatorio. Gobernaría para todas y todos, prometió. Escribí entonces:

“La reconciliación, propuesta esencial en el discurso de Andrés Manuel López Obrador en el Zócalo la noche del domingo, no es un evento o un gesto de buena voluntad solamente. Es un proceso, como el perdón. Y requiere toda una pedagogía, espacios que la favorezcan y, ante todo, justicia. Más, en un país adolorido con más 250 mil muertos, 34 mil desparecidos y cerca de 300 mil desplazados por el miedo en la última década (…) Es decir, un país atrapado en una espiral de violencia inhumana”. Seis años después, aquellas cifras no sólo crecieron con 180 mil asesinatos y 50 mil desaparecidos más, sino que Palacio Nacional cerró sus puertas a las mujeres, a las madres buscadoras, a los padres de Ayotzinapa (hasta antier), a enfermos con cáncer sin medicina, a defensores del medio ambiente y a periodistas en duelo por sus colegas asesinados.

Quisiera celebrar que una mujer será presidenta porque sí, es un acontecimiento histórico en este país y hay con ella personas que admiro. Hasta que veo a Salgado Macedonio en el templete o recuerdo que, al cerrar su campaña, Sheinbaum aseguró que su gobierno, aliado del Partido Verde que nada tiene de ecologista, consolidará megaproyectos ecocidas como el Tren Maya. Hasta que evoco su convicción de que los magistrados de la Suprema Corte “deben ser electos por el pueblo”. O su apoyo, en el ámbito cultural, al traslado, desde La Noria hasta Aztlán en Chapultepec, de las colecciones de Fridas y Diegos que Dolores Olmedo donó a México y prohibió en su testamento que se movieran de Xochimilco.

¿Y ahora? Urge la reflexión para entender el resultado de la jornada. Y en términos de política cultural, revisar las propuestas de Sheinbaum en la página web 100 pasos para la transformación. Mientras escribo, asesinan a la alcaldesa de Cotija, Michoacán, Yolanda Sánchez Figueroa. Es decir, cuando despertamos de las elecciones, la barbarie seguía ahí.

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