En octubre del 2019, un diputado federal del Partido del Trabajo, en un acto público en el Congreso de Tlaxcala, lanzó una serie de acusaciones -palabras altisonantes que son en sí mismas una agresión verbal- sin fundamento sobre el trabajo legislativo que realicé en el Senado de la República contra la trata de personas.

Como respuesta a sus difamaciones, y porque era necesario poner un alto a las ofensas hacia mi persona y a la desacreditación del trabajo realizado, presenté las denuncias correspondientes ante el Comité de Ética de la Cámara de Diputados, el Instituto Nacional Electoral y la Fiscalía General de la República.

Derivado de este proceso, el INE determinó sancionar la conducta agresiva del legislador, quien debía presentar una disculpa pública por sus dichos y acreditar cursos de sensibilización contra la violencia de género y nuevas masculinidades. Dada su inconformidad, el diputado impugnó esta resolución ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, instancia que ratificó la decisión de la autoridad electoral.

Forzado por las circunstancias, en las cuales no me voy a detener, hace unos días se dio la disculpa pública. Sin lugar a dudas, los infundios del legislador son producto de la campaña negra y sucia que viví durante el proceso electoral del 2016, cuyo único objetivo fue descarrilar mi candidatura al gobierno estatal, lo que causó tanto daño y dolor a mi persona y mi familia.

Es lamentable que un tema tan delicado y que ha estigmatizado a Tlaxcala, sea utilizado con fines políticos que no buscan formas operativas y jurídicas para combatir el delito que compromete la libertad y dignidad de millones de personas, no sólo en México, sino en el mundo. No deja de ser una paradoja política que, en la historia de mi estado, jamás un gobernante o reconocido líder político fuera criticado o siquiera señalado por ignorar el tema y su gravedad.

Resulta atroz la ligereza con la que se conducen algunos representantes populares, cuando solo repiten mentiras y no miden el alcance de sus palabras y acciones con tal de ganar el aplauso cómplice y efímero de quienes han decidido envilecer el ejercicio político.

La violencia política en razón de género que sufrimos las mujeres no termina ni se extingue con el final de una contienda electoral. El daño moral es permanente; el señalamiento lastima la integridad y la dignidad en el actuar político; es una mancha negativa, una sombra constante, que persigue y se vuelve a activar una y otra vez.

Este logro merece el reconocimiento a mujeres valientes, como la periodista Lourdes Mendoza, quien no se quedó en los dimes y diretes del agresor. Investigó y dio cuenta no solo de mi trayectoria legislativa, sino de la labor de Angélica de la Peña y Lucero Saldaña, compañeras de las LXII y LXIII Legislaturas en el Senado de la República, para configurar el delito de trata de personas y terminar con las lagunas legales que la ley actual contiene.

Evidenció no solo la agresividad y el atropello, sino que visibilizó mi trabajo y las acciones legislativas que emprendimos para combatir este delito y que fueron reconocidas por el Departamento de Estado de los Estados Unidos de Norteamérica.

A Joanna Torres por poner su talento jurídico para eliminar, por la vía institucional, las formas de violencia política; Adriana Aguilar, por su persistente defensa a favor de las mujeres políticas, así como a todas las guerreras que conformamos el colectivo 50+1. Su acompañamiento da sentido y fuerza a nuestra causa para allanar el camino de las que vienen detrás.

También hay que reconocer la labor de los medios de comunicación que, como EL UNIVERSAL, han dado apertura a la lucha de las mujeres para erradicar todo tipo de violencia y evidenciar lo grave que esto puede ser. Cada paso dado, es una victoria colectiva.

Diputada federal 

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