Tan pronto fue declarado presidente electo, Andrés Manuel López Obrado r canceló la construcción del aeropuerto de Texcoco y con ello, también cerró la posibilidad de tener, en México, un gobierno de instituciones y de legalidad. Fue contundente la manera en la que llegó solo al poder y solo para el poder.
Solo al poder, es decir, en la soledad de sus decisiones absolutas y con la simulación del “respaldo del pueblo”, que fue reiterada con el triste -pero muy caro- resultado de una consulta fallida que no alcanzó siquiera la mitad de los sufragios que obtuvo en 2018. Pero también solo para el poder, porque lo único que le interesa es mantenerlo a costa de lo que sea: “el Estado soy yo”, nos repite todos los días.
Al inicio de 2019, el país fue sorprendido por una crisis de combustibles que, a la par, fue acompañada con la explosión de una toma clandestina en Tlahuelilpan, Hidalgo, en donde murieron más de 130 personas bajo la mirada del ejército mexicano, que recibió la orden de no actuar. No olvido los comentarios de “las benditas redes”, que en otros gobiernos se hubieran lanzado contra el mandatario en turno, por la ineficiencia gubernamental : “se lo merecían, ladrones, que bueno que se quemaron…” y un largo etcétera que evidenciaba el tipo de gobierno que le esperaba a México.
Lo cierto es que así como explotó ese ducto clandestino, también se empezó a incendiar el país. Diversos eventos dan cuenta de ello: la compra sin licitación de pipas, que no sabemos ahora dónde están y cuál es su utilidad pública; la cada vez más evidente mentira sobre acabar con un problema que tampoco está resuelto, como el robo de gasolina, o la falsa promesa de que bajaría el costo de ese “preciado combustible, propiedad de todos los mexicanos, a 10 pesos”.
En octubre de 2019 y para asombro de nuestro país, pero también del mundo, el gobierno del tabasqueño, quien durante años criticó con dureza y muchas veces sin razón la estrategia de seguridad de Felipe Calderón -a quien no le perdona su derrota en las urnas- capturó y liberó en cuestión de horas al poderoso heredero del Chapo Guzmán. El mensaje fue contundente: mientras los miembros del crimen organizado reciben los abrazos del gobernante, los demás son los receptores de los balazos y la violencia generalizada, que aumentó en gran escala. En estos 4 años, al menos 140 mil hogares están de luto, mientras en Palacio Nacional todo es fiesta.
En 2020, millones de hogares sufrieron los estragos del pésimo manejo de la pandemia de COVID : pérdida de empleos, comercios cerrados, encierro obligado, violencia familiar al tope, miles de vidas que se perdieron y que nos mostraban el colapso del sistema de salud, que está a años luz de Dinamarca… y López Obrador, “feliz, feliz, feliz”, invitaba a los mexicanos a no usar cubrebocas, a “protegerse con un detente”, a “abrazarnos sin temor”, porque el virus no era peligroso y al gobierno le “cayó como anillo al dedo”.
Durante estos 4 años hemos visto cómo se ha encarecido todo, la sombra inflacionaria se hizo presente en los productos básicos y en las familias mexicanas. ¡Qué contradicción “recibir más” por el aumento del salario mínimo y comprobar que alcanza para mucho menos! El saldo: cerca de 5 millones de nuevos pobres.
Ante todo lo anterior y lo que por espacio no se enumera, resulta inconcebible que el presidente de México no asuma con seriedad y eficiencia el alto cargo para el que fue electo; para él, gobernar se reduce a dar órdenes a los suyos durante dos horas todas
las mañanas desde el púlpito presidencial, por eso, señala para descalificar, nombra para insultar, acusa sin mostrar pruebas, enumera logros que no existen, no escatima esfuerzo alguno para colocarse en el centro de la conversación y mostrarse como la víctima de todos aquellos que no le permiten consolidar su incomprensible transformación. López Obrador ha creado enemigos ficticios para esquivar a los reales.
¡No! Sus enemigos no son los periodistas, ni los intelectuales, ni los defensores de derechos humanos, ni los padres de niños con cáncer, ni los ambientalistas, ni las mujeres, ni los académicos, ni los deportistas, ni los empresarios de bien.
Tampoco son sus enemigos los artistas, los jóvenes aspiracionistas, la clase media, las iglesias, las asociaciones civiles que investigan la corrupción en México, los organismos autónomos. Mucho menos los demócratas que defendemos a las instituciones, principalmente a la Constitución, que nos hermana e iguala a todos.
Es necesario e indispensable que el presidente entienda que sus enemigos, a los que debe combatir con toda la fuerza del Estado son: el crimen organizado, que arrebata la paz y la seguridad a comunidades y regiones enteras; la corrupción, que permite y alienta en nombre de su movimiento; la impunidad, que se genera desde el abuso del poder; la pobreza, como estrategia política y no como causa; la ignorancia, que se alimenta cuando se trata como mascotas a los seres humanos, y también la falta de conocimiento, que no detona el pensamiento crítico y la reflexión.
Los enemigos de un mandatario son, entre otras cosas, la carencia de medicamentos, de clínicas equipadas, de material e instrumental médico, de condiciones dignas, así como la seguridad económica y física para el personal de salud. Los enemigos del presidente son el estancamiento económico, la falta de transparencia y rendición de cuentas de los recursos públicos; la cadena de complicidades, que se tejen desde el poder y que ponen en riesgo a la población con obras de mala calidad, producto de la corrupción. Los enemigos del presidente que debe enfrentar con todo rigor son el autoritarismo, el totalitarismo y la tentación de acabar con la democracia, la división de poderes, la legalidad y el Estado de Derecho.
Esos son sus verdaderos enemigos, señor presidente, lo demás son pretextos.
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