Tuvieron que pasar 12 años para que, finalmente, en todo México ya sea ley el matrimonio igualitario. El camino que inició en 2010 la Ciudad de México, esta ciudad de derechos, se enfrentó con todo tipo de adversidades de gente e instituciones que se negaban a entender una verdad clara y sencilla: que todas las personas tienen el derecho a hacer su vida con quien quieran, con quien amen.

Hoy, por fin, los 32 estados del país cuentan con su respectiva legislación para que las personas, sin importar su sexualidad , puedan contraer matrimonio con todos los beneficios y responsabilidades que otorga el Estado. Durante muchos años, miles de parejas del mismo sexo tenían que vivir escondidas, aparentando una convivencia distante dentro de su propio entorno y, lo que es peor, sin contar con el respaldo que corresponde a todo cónyuge.

A finales de la década de los 80, el politólogo británico David Held se preguntaba en su obra "Models of Democracy" (Standford University Press, 1987): ¿hasta cuándo se debe considerar que la deliberación, en la democracia, ha tenido éxito? Y respondiendo a su propia pregunta, afirmó que la fuerza de la racionalidad discursiva resulta vital para las mejores soluciones a los problemas colectivos.

Esta premisa adquiere mayor relevancia cuando en las democracias en vías de desarrollo, como la nuestra, la deliberación de los asuntos públicos deriva en actos jurídicos concretos. En este caso se refiere a que del discurso se pasa a legislaciones específicas para minorías que habían sido escuchadas a cuentagotas, marginadas y violentadas en su derecho a la inclusión en la sociedad mexicana: las personas con identidad de género y orientación sexual distinta a la de la mayoría.

No se trata de estar o no estar de acuerdo: se trata simplemente de respetar la dignidad de la condición natural del ser humano, es decir, la identidad de género y la orientación sexual deben de ser bienquistas tal y como se toleran otros elementos de las dimensiones de la identidad humana, como el sexo, la edad, o la raza.

La lucha por los derechos para todas y todos no se acaba aquí. El hecho de que Tamaulipas ya cuente con su legislación respectiva y que en todo el país sea ley el matrimonio igualitario, sin duda es loable. No debemos olvidar que esto ya representa uno de los grandes parteaguas en nuestro país, en la consolidación de los derechos humanos, incluyendo aquellos que la ONU ha determinado como de tercera generación y, especialmente, aquellos principios establecidos en la Declaración de Montreal de 2006 en el marco de la Conferencia Internacional de los Derechos Humanos LGBT (SIC).

Este parteaguas, a su vez, representa una victoria para una sociedad mexicana cada vez más dinámica, cada vez más plural y cada vez más heterogénea cuyo pulso no puede estar alejado de las actualizaciones que todas las Leyes debieran hacer cada determinado número de años.

El desafío, ahora, es vigilar y hacer cumplir su nuevo resolutivo para lograr erradicar no solo la estigmatización sino la discriminación e incluso la violencia a quienes hoy gozan de esta nueva legislación.

¿A qué me refiero? A que las leyes de matrimonio igualitario deben ir acompañadas, por un lado, de todas las adecuaciones legales para que las parejas del mismo sexo cuenten con los mismos derechos que las parejas heterosexuales, como por ejemplo ser reconocidas como beneficiarias de la seguridad social o la pensión de sus cónyuges.

Ya hay un piso parejo desde el punto de vista legal en todo el país. Lo que falta es darle sustento a nivel social. Es decir, que entre todas y todos rompamos los estigmas y la discriminación, que entendamos y vivamos en el respeto por las decisiones de vida de las personas, independientemente de sus preferencias sexuales. El amor es amor y el respeto al derecho ajeno es también amor al prójimo.

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