El origen de la agenda de la transparencia a nivel mundial es un suceso relativamente reciente en la mayoría de los países. En el caso de México, fue en el año 2002, con la promulgación de la primera Ley Federal de Transparencia, que se empezaron a sentar las bases del andamiaje normativo robusto y de política pública que hoy rige este derecho.

Por su parte, con la inmersión precipitada de la tecnología en nuestra vida cotidiana se ha acelerado su uso y aprovechamiento en todo el mundo. Desde su llegada, la transparencia ha evolucionado y ha tenido la capacidad de adaptarse a los distintos contextos para tener un sentido de utilidad bajo un sinfín de matices y necesidades. Es así como hoy se habla de: transparencia reactiva, activa o proactiva, o de distintas generaciones; transparencia focalizada; información relevante o de interés público; transparencia por diseño o por defecto; transparencia inteligente; transparencia algorítmica, entre otros más. Todos estos términos, aunque algunos más elaborados que otros, promueven al final la apertura de datos o de información para la generación de valor público, se trata entonces de hacer pública la información que poseen las instituciones.

Desde sus inicios, el concepto de la transparencia y, más aún, su práctica, no ha sido del todo sencillo para quienes poseen la información. Lo anterior obedece a que la transparencia no forma parte del ADN o la fisonomía de las instituciones que constituyen el Estado moderno, sino que se ha ido incorporando, poco a poco, al quehacer público. La integración de la transparencia a la vida pública ha permitido romper con la inercia de la secrecía y el oscurantismo que envolvía y caracterizaba al aparato gubernamental y a la acción gubernativa. De modo que, su internalización en las personas servidoras públicas ha sido un proceso gradual y, en algunos casos, cuesta arriba. A esta complejidad en su trayecto, pareciera que ahora se le suma el cúmulo de matices y elaboraciones terminológicas que, más que facilitar su asimilación y apropiamiento, aleja a las personas, a las propias instituciones y a las y los servidores públicos, de su verdadero objetivo que es, garantizar el pleno ejercicio del derecho de acceso a la información de todas y todos.

Por ello, siempre es buen momento de retomar la importancia de mantener la agenda de la transparencia en sus concepciones más simples y primigenias para no perder de vista que el centro de toda política pública en esta materia debe ser siempre la construcción de información con valor público para el beneficio de las personas.

Al final, la transparencia siempre es práctica. Y precisamente porque la transparencia se construye en la práctica y en la cotidianidad del quehacer de las y los servidores públicos es que resulta fundamental que el concepto permanezca revestido de simpleza y practicidad, para garantizar su correcta internalización, implementación y promover la efectiva democratización del derecho de acceso a la información. De nada servirá seguir construyendo una estructura técnica abstracta alrededor del concepto si en la práctica no se logra dotarle de un sentido útil y contenido que promueva una cultura que garantice que toda la información que está bajo el resguardo de las instituciones públicas se encuentre siempre al alcance de la mano de la sociedad.

Por un INAI para todas y todos.

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