> Esta bien puede ser una historia de amor. Y lo es. Pero también es una historia de vulnerabilidad, de violencia , de abuso de poder y de prejuicio. Marcela y Alfredo se gustaban; 16 años ambos, indígenas na’ savi de Joya Real, Cochoapa el Grande, Montaña de Guerrero. En esta población, a seis horas de Tlapa y a 12 de la capital del estado, el noviazgo no existe. Los chicos se miran y se gustan. El hijo le dice a los padres y ellos buscan la manera de ofrecer una dote. Siempre o casi siempre monetaria, arriba de los 100 mil pesos. En muchos de los casos ellas no están de acuerdo y son obligadas por sus padres.
La madre de Marcela tenía otros planes. Una vecina del pueblo se le acercó y le dijo que su hijo quería casarse con su hija y le ofreció de dote 200 mil pesos. La madre aceptó y le dijo a Marcela que “estaba dada” para casarse con un muchacho igual que ella, al cual quizás vio alguna vez en este pueblo de 692 habitantes. Se dio la petición, se bebió cerveza, se mató la res para la boda, el día en que se casarían bajo sus usos y costumbres. No hay juez, no hay autoridad más que la del comisario y su bastón de mando. Se entrega el dinero y se cuenta delante de testigos. Ella dijo no.
Dijo no y se refugió en casa de Alfredo, el muchacho que le gustaba. Las autoridades tradicionales dijeron que el acto no podía cancelarse. Había gastos de por medio. La res sacrificada para la barbacoa, las cervezas del pedimento; 50 mil pesos de gastos previos. El dinero no se había entregado aún y la encarcelaron. Luego a él también por haberla recibido. Estuvieron tres días presos en la comisaría. El día que los liberaron fue de juicio sumario.
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Salieron de la cárcel del pueblo a la vista de todos. En medio de agentes del Ministerio Público, trabajadores del DIF y activistas de Tlachinollan. Los llevaron a la Casa Hogar del DIF en Chilpancingo. Él estuvo un mes. Ella lleva un año, desde noviembre de 2021. En Joya Real se sabe que ella ha estado en la cárcel por negarse a casarse. Y de cierta forma así ha sido. Una chica monolingüe —habla tu’un savi— alejada de su entorno, a 12 horas de distancia, encerrada en un lugar del que poco sabe. Ese encierro también ha sido la cárcel.
Las ruinas
La Ciudad de las Mujeres se inauguró en 2015. Se pensó como un refugió para mujeres indígenas de la región de la Montaña, formada por 19 municipios, que sufrieran violencia de todo tipo en sus comunidades. Darían asesoría, acompañamiento, traducción, refugio para madres e hijos. En fin, tiene muchas salas. De afuera se aprecian espacios grandes. Todos vacíos. El predio en el que se construyó es de al menos una hectárea, pero está muy retirado. Hay que esperar la combi una hora para llegar desde el centro de Tlapa o pagar 70 pesos de taxi. Y está abandonado. Las ruinas se ven a lo lejos. El óxido y el moho ha invadido todo.
Un policía bosteza en la entrada, oculto del sol abrasante del mediodía. En la sala de espera un eco resuena como en una caverna. Una chica que se pierde entre un mueble demasiado grande que sirve de recibidor dice que la coordinadora no está. Es la única. Se le pide entrar. Dice que sólo la encargada puede autorizarlo. Y no está desde hace días. Luego, al teléfono Eréndira González, la titular, se excusa por problemas familiares. Los letreros están desgarrados y desteñidos por el tiempo y el abandono. No se ve quién los vaya a sustituir pronto. La yerba lo cubre todo. Juegos infantiles a lado de una sala lúdica están cubiertos por la maleza. Ya nadie viene por acá.
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Unos 500 metros arriba está el Centro de Justicia para la Mujer. Depende de la Secretaría de la Mujer del gobierno de Guerrero. Hay que caminar unos 10 minutos más por terracería para llegar hasta acá. El problema, dice la trabajadora social, es que está muy lejos. Hasta para nosotras es muy difícil transportarnos. Acá despacha Yuridia Victoria León. La coordinadora dice que les hacen falta muchas cosas y la región es muy grande como para atenderla toda.
—Nos hace falta un juzgado familiar, una fiscalía especializada, Ministerio Público—, enlista.
Cuando se le pregunta qué tipo de casos atienden, si por ejemplo a las jóvenes que se niegan a casarse y las encarcelan o las expulsan de sus pueblos, dice que sobre todo los relacionados con violencia familiar, guardia y custodia de niños y mujeres. Se asesora en divorcios encausados y reconocimiento de paternidad para el asunto de las pensiones. Hasta octubre de este año, afirma, atendieron a 321 mujeres.
Pese a la pregunta expresa, la funcionaria no se pronunció sobre los matrimonios forzados atendidos en su gestión.
Ya en octubre pasado, el Congreso de Guerrero aprobó adicionar al Código Penal del estado una iniciativa de ley que sancionara los matrimonios forzados entre niños y adolescentes. La propuesta fue enviada por la gobernadora Evelyn Salgado Pineda. La adición al código consistió en incluir en el capítulo de delitos contra el libre desarrollo de la personalidad “la cohabitación forzada y a quien la promueva se le impondrá de cinco a 15 años de prisión y multa de 250 a 750 veces el valor diario de la Unidad de Medida y Actualización”.
“Asimismo, a quien solicite, gestione, oferte o induzca la cohabitación forzada o se beneficie de la misma, se le aplicará de tres a 10 años de prisión y multa de 150 a 500 veces el valor diario de la Unidad de Medida y Actualización”, de acuerdo con un boletín publicado por el Congreso local en su página oficial.
En el centro de Tlapa es otra cosa. El comercio bulle. El tráfico es lento. No por algo es el centro de la región. Corazón de la Montaña, donde convergen tres de las cuatro etnias de Guerrero: me’phaa, nahua y na’ savi, además de los mestizos. Acá hay delegaciones de gobierno, bancos y muchos servicios; supermercados y hasta una Fiscalía Especializada en Pueblos Indígenas. El fiscal, un indígena na’ savi de nombre Ramiro Rivera, dice que la mujer indígena es el sector más vulnerable en la región. Por el machismo tan arraigado y los usos y costumbres con los que se rigen muchas comunidades.
Da muchos ejemplos de violaciones a los derechos de las mujeres. Que nunca podrán ser principales —autoridad moral del pueblo, una especie de tlayakanki entre los nahuas—. Que no podrán ser comisarias. Y en muchos pueblos tampoco les permiten votar. Dice que la Policía Comunitaria es la que comete más abusos contra las mujeres. Las encarcela, las despoja, las golpea.
—¿Qué registro tienen de las mujeres que han sido encarceladas?— se le pregunta.
—En lo que va del año, ocho carpetas de investigación por privación ilegal de la libertad donde las víctimas son mujeres en contextos diferentes —comenta en su despacho de la fiscalía regional—. Pero tenemos conocimiento de otros 15 casos en los que no hicieron la denuncia formal, 23 en total.
—¿Quiénes llevan a cabo estas detenciones?
—Sobre todo las policías comunitarias. Los tlayakankis, los principales. Encarcelan a mujeres embarazadas, a veces acusadas de cosas insignificantes. Un chisme cualquiera, el robo de una gallina y los casos más comunes, por negarse a participar de matrimonios arreglados.
—¿Qué etnia tiene la mayor incidencia de estos abusos?
—Los na’ savi. Yo soy na’ savi, pero debo decirlo.
Neil Arias, abogada del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, tiene más datos. Entrevistada en la sala de juntas de esta organización civil, en Tlapa, expone que tienen registro de 35 bodas mediante la llamada dote en un año; de septiembre de 2021 a septiembre de 2022. De estas, en 10 las chicas se negaron al casamiento. Las encarcelaron y fueron expulsadas de sus pueblos. Se sabe también que de las 25 bodas consumadas, en todas se obligó a las jóvenes.
Neil ha acompañado este tipo de casos por más de 10 años. Desde Tlachinollan fue enlace con el DIF, con la Fiscalía Especializada en Pueblos Indígenas y con la Secretaría de la Mujer para alertar de casos como el de Marcela en Joya Real. Tlachinollan hace de representante legal en muchos o busca intérpretes en otros. En este tiempo han documentado 300 matrimonios forzados, 335, corrige Neil, por los 35 de este año.
Todos los nombres
A una hora de distancia más lejos de Joya Real, está Dos Ríos. Ahí vivía Angélica, na’ savi, 15 años. Angélica estuvo cuatro días encerrada en la cárcel del pueblo porque dejó a la familia de su marido. El suegro la violaba. El marido, de 18 años, se había ido a trabajar a los campos agrícolas. Fue en septiembre de 2021 cuando decidió refugiarse en casa de su madre. Su mamá la recibió y se negó a entregarla de nuevo cuando fueron por ella. Dijo que no. Angélica no volvería mientras su marido no regresara.
El suegro —que ahora está preso por violación— exigió entonces que le regresaran el dinero de la dote; 130 mil pesos más 20 mil por los intereses generados, 150 mil pesos. No tenían de dónde. Intervino el comisario y encerraron a Angélica y luego a su madre, embarazada de gemelos de cuatro meses. Neil dice que a la madre de Angélica la golpearon los policías comunitarios al mando del comisario y abortó. Hasta que intervinieron ellos, junto con la fiscalía de pueblos indígenas las liberaron. No pudieron quedarse en el pueblo. Hoy viven refugiadas en casa de un familiar en la Costa Chica del estado.
Melecia, Celia, Marcela, Angélica, Alberta, Juana, Adriana, Francisca, Selene. Todas han estado presas o expulsadas por negarse a casarse mediante una entrega económica que llaman dote, muchas de las veces con chicos que no quieren. Por dejar un matrimonio violento o en condiciones de abuso sexual; por negarse a aceptar las medidas de la Policía Comunitaria o por abortar luego de ser golpeadas por el marido. No importa que sean amas de casa, adolescentes apenas con cara de niñas o las presidenta municipal. Una de ellas, Adriana, estuvo presa siete años tras abortar y hacerle un juicio en una asamblea popular en El Camalote, Ayutla de los Libres, que decidió lincharla.
El comisario dijo no, que mejor la entregaría al Ministerio Público y un juez la condenó primero a 32 años de prisión por homicidio doloso. La sentencia se redujo a 22 años tras una apelación para reclasificar el delito a homicidio culposo. Fue liberada antes porque una ONG llamada Camino con Alas la representó. Llevó su caso al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y éste a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se hallaron las inconsistencias del juicio y la Corte ordenó liberarla de inmediato. Fue presa en 2006, tenía 19 años. Salió en 2014, con 26.
Un pueblo, un río seco y una iglesia
Xalpatláhuac no es de un conde, es de un tlayakanki. Su nombre: Nicolás Villarreal Dircio. El tlayakanki es la máxima autoridad comunitaria entre los pueblos nahuas. Antes de los alcaldes, hace más de un siglo, el tlayakanki era quien mandaba. El que tenía la última palabra y nadie la discutía. Tenía, sobre todo, autoridad moral. Ahora ocurre lo mismo. Junto con la Policía Comunitaria, Nicolás desarmó a los municipales y echó a la alcaldesa Selene Sotelo del pueblo tras una asamblea porque ésta estuvo en desacuerdo con unas medidas para limpiar el río Jale. Un cauce seco en cuyas orillas se yerguen las casas en desorden.
Este pueblo es eso. Las casas a la orilla de un cauce seco, el quiosco, el ayuntamiento, la iglesia en lo más alto y el tlayakanki. La alcaldesa no despacha aquí desde hace más de un año. Lo hace en Cahuatache, otro pueblo del municipio donde trasladó sus oficinas. El ayuntamiento y el zócalo están ocupados por la Policía Comunitaria, al mando de Nicolás Villarreal, y él se precia de aplicar los usos y costumbres a rajatabla y sin que haya concesión de por medio. Ha dado muestra de ello. En octubre pasado, Juana estuvo presa cuatro días por haber dejado a su marido.
“Pero también estuvo preso él”, ataja Nicolás, un hombre de unos 50 años, macizo a primera vista, piel morena y pelo negro con corte a rape. “Los dos por haber incumplido el acuerdo de llevarse bien. Ella de hacer los quehaceres de la casa y él de llevar para la comida”, explica Nicolás sentado en su escritorio con un personificador y la inscripción de tlayakanki en grande tallado enfrente del escritorio.
En declaraciones dadas a medios del estado —no respondió a los llamados de EL UNIVERSAL para una entrevista— la alcaldesa dijo que no regresará a la cabecera municipal porque no hay condiciones. Es que las condiciones las ha puesto el tlayakanki. Permanencia de la Policía Comunitaria, respeto a la autoridad del tlayakanki, o sea de él, y una última: que no se meta con los usos y costumbres que los han regido, dice, desde hace siglos.
La joya de Cochoapa
Joya Real es un pueblo cálido, a pesar de estar en lo más recóndito de la Montaña. A la orilla de un río de aguas frescas y transparentes, en cuya vera se bañan todavía algunas mujeres adultas mayores. Un cerro de pinos está a su lado. Es el cerro de La Garza. De él desciende una cascada de aguas blanquísimas mucho más abundante en tiempo de lluvias llamada cascada Cola de Zorro. Es una joya. En esta comunidad crecieron Marcela y Alfredo.
El tío de Marcela la recibiría al regresar del albergue del DIF, en diciembre del año pasado. Don Felipe tiene nueve hijos y su esposa, 11 en total. Al mayor lo mataron. La pobreza de esta familia es evidente. Casa de tablas y cartón. Patio de tierra. Unos platanales sembrados afuera y un cerdo atado entre ellos. Unas conchas de armadillo cuelgan del caballete. Los cazan para alimentarse. Todos descalzos.
Marcela, delgada, bajita, pelo negro a la cintura, su casa está unos metros antes de la de su tío. Hecha de tabla y techo de cartón. Platanales en el patio. Nadie vive ahí. Su madre también se fue porque le cobraban los 50 mil pesos de los gastos previos a la boda frustrada. Alfredo la esperaba en el pueblo. Apenas cumplió los 18 años. Aún tiene el acné de la adolescencia y la sonrisa chueca de cuando niño. Ella los cumplirá en septiembre. Entonces serán mayores de edad para poder juntarse. Es la condición que puso el DIF para regresarla.
Alfredo llegó un mes antes de trabajar como jornalero agrícola en el norte. Acá se es menor para casarse. No para trabajar en la pizca del tomate o la fresa en condiciones precarias.
Su casa es sencilla, aunque es de adobe y teja y tiene un corredor con pretiles altos que sirven como recibidor. Su madre teje blusas y vestidos para vivir. Estaba emocionado. Habla poco español. Los visitantes le decían que Marcela llegaría pronto, pero incluso así deberán esperar a que cumpla los 18 años. Él asiente y ríe ruborizado.
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