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El dato más notable de la “guerra contra el narcotráfico” es la aterradora cantidad de homicidios en el país. En efecto, más de 240 mil personas han sido asesinadas, según estadísticas oficiales, desde que esta “guerra” comenzó en 2006.
Algo que se nota menos —pero también es impactante— es lo poco que se sabe sobre estas muertes. A más de una década de que el presidente Felipe Calderón iniciara esta desventurada “guerra”, en la amplia mayoría de los casos subsisten preguntas básicas que no han sido resueltas: ¿quiénes cometieron estos crímenes? ¿En qué circunstancias? ¿Por qué?
Durante los primeros cinco años de su presidencia, Calderón ofreció una respuesta sencilla: 90% de los asesinatos vinculados con la “guerra contra el narcotráfico” eran casos de delincuentes que se mataban entre sí. El entonces presidente siguió repitiendo esta cifra a medida que aumentaban los homicidios vinculados a la delincuencia organizada, llegando a un acumulado de 34 mil entre 2007 y 2011. En 2011, una delegación de Human Rights Watch se reunió con él en Los Pinos para presentarle un informe sobre abusos sistemáticos cometidos por las policías y Fuerzas Armadas durante su presidencia. Una de nuestras conclusiones fue que Calderón no tenía ningún fundamento creíble para sustentar su aseveración sobre 90% de los casos.
Durante esos años, la Procuraduría General de la República (PGR) había iniciado investigaciones en menos de mil casos de asesinatos, presentado cargos contra 343 presuntos responsables y conseguido condenas contra apenas 22 personas. Es posible que las procuradurías estatales también hayan procesado una pequeña porción de los 34 mil casos, pero la gran mayoría de ellos no habían sido resueltos; ni siquiera fueron investigados.
En vez de impulsar investigaciones judiciales adecuadas, el gobierno de Calderón divulgó, en enero de 2011, una “base de datos” de 34 mil homicidios que atribuía a la violencia asociada con la delincuencia organizada. Era una base de datos con poquísimos datos. Señalaba el mes y el municipio en que se habían producido los asesinatos, pero no daba más detalles. No decía nada sobre los asesinos, las víctimas, las circunstancias ni los motivos. Tampoco aportaba datos que sustentaran la afirmación de que 90% fueran casos de asesinatos entre las propias bandas criminales.
Esto no quiere decir que no hubiera un gran número de casos de asesinatos entre bandas criminales. Claro que los hubo, además de casos de víctimas que no tenían ninguna participación en la delincuencia organizada y, por cierto, de policías y soldados que perdieron la vida cumpliendo su deber.
Lo que faltaba era información confiable sobre la naturaleza y las circunstancias de los asesinatos, un dato necesario tanto para llevar ante la justicia a los responsables como para evaluar la eficacia de las políticas de seguridad pública.
El presidente Peña Nieto tuvo la oportunidad de trazar un nuevo rumbo para México y asegurar que se investigaran adecuadamente las muertes, se dieran a conocer los resultados y se garantizara justicia. En lugar de ello, su gobierno optó por desviar la atención hacia otras cuestiones, como si al no hablar del derramamiento de sangre éste fuera a desaparecer. Ello, obviamente, no pasó. La cantidad de homicidios disminuyó de 2012 a 2014, pero luego aumentó en más de 60% durante los tres años siguientes y llegó a más de 25 mil en 2017, el número más alto en las últimas dos décadas.
Elementos de las fuerzas de seguridad siguieron cometiendo atrocidades. Los avances de las autoridades en el esclarecimiento de estos casos siguieron siendo ínfimos. La PGR inició apenas 217 investigaciones por homicidio entre diciembre de 2012 y enero de 2018, muchas menos que en el sexenio anterior. Y obtuvo condenas en sólo cuatro casos.
El presidente electo Andrés Manuel López Obrador se ha comprometido a promover un debate público sobre el futuro de la “guerra contra el narcotráfico”. Es evidente que se necesitan nuevas políticas para contener la violencia. Pero para que un debate público sea productivo es necesario que el público esté debidamente informado. Y para eso, el nuevo gobierno va a tener que hacer mucho más que sus antecesores para generar y compartir información sobre la violencia que ha sacudido al país.
Información encubierta
La falta de información confiable con respecto a la violencia en México no es casual. Más bien, es el resultado de una variedad de prácticas por parte de múltiples instituciones gubernamentales que tiene el efecto acumulado de un encubrimiento masivo.
A veces, este encubrimiento empieza inmediatamente después de que se produce un homicidio, cuando las fuerzas de seguridad incumplen su obligación legal de preservar el lugar de los hechos o, peor aún, manipulan deliberadamente las pruebas que podrían demostrar sus prácticas ilícitas.
En la mayoría de los casos de ejecuciones documentados en nuestro informe de 2011, soldados o policías manipularon, ocultaron o destruyeron las pruebas para simular que sus víctimas eran agresores armados o que murieron en enfrentamientos entre cárteles rivales.
Estas simulaciones no requieren demasiado esfuerzo, pues es muy improbable que las autoridades realicen una investigación rigurosa. En muchos casos, las investigaciones se inician pero no llegan a ningún puerto, ya que los investigadores no adoptan medidas básicas como realizar pruebas de balística o entrevistar a testigos. O peor aún, los investigadores “resuelven” casos sobre la base de confesiones y testimonios que se obtienen mediante tortura y, por ende, son poco confiables e inválidos.
La falta de investigaciones adecuadas es incentivada por dos importantes prejuicios que son demasiado comunes entre los funcionarios ministeriales. Uno es contra las víctimas de la violencia. La madre de una víctima nos dijo hace algunos años: “La actitud oficial es: si te pasó algo es porque andabas involucrado en algo malo”. Es básicamente la misma posición que tomó el presidente Calderón al sostener que 90% de las muertes eran casos de asesinatos entre bandas criminales. No sólo era un argumento infundado sino también insidioso. ¿Para qué buscar la verdad si los hechos esenciales ya se conocen? ¿Para qué buscar justicia si las propias víctimas eran criminales?
El segundo sesgo es en favor de las autoridades. Los funcionarios dan por cierto lo que sea que les digan otros funcionarios. Por ejemplo, durante varias semanas luego de la masacre de Tlatlaya el gobierno afirmó que las muer tes de 22 personas cometidas por soldados habría sido un enfrentamiento armado con una banda delictiva, a pesar de que existían evidencias contundentes de que hubo ejecuciones extrajudiciales. La PGR esperó más de dos meses para iniciar una investigación, luego de que periodistas independientes informaran que sobrevivientes dijeron haber presenciado ejecuciones y haber sido torturadas para que exoneraran a los militares.
En una reunión que mantuve en esa época con el procurador general Jesús Murillo Karam le pregunté si los agentes del Ministerio Público también estaban investigando el posible rol de militares y civiles en el encubrimiento del hecho. “¿Cuál encubrimiento?”, me contestó indignado. Murillo Karam me dijo que los funcionarios se habían limitado a informar lo que había comunicado el comandante. Sostuvo que las autoridades debían presumir la “buena fe” de otras instituciones estatales.
En todo el mundo es común que los funcionarios gubernamentales presuman la “buena fe” entre ellos. Lo que hace que esto sea particularmente problemático en México es que la presunción se aplica incluso a instituciones con antecedentes de abusos y encubrimiento, y esto se hace con un fervor típico de gobiernos autoritarios, donde la función primordial del sistema de justicia no es procurar justicia, sino reafirmar y proteger la autoridad del régimen.
La verdad de la violencia
Durante el sexenio de Peña Nieto se hicieron esfuerzos para poner realmente al descubierto la verdad sobre la violencia. Pero los méritos son primordialmente de la sociedad civil y no del gobierno. Defensores de derechos humanos, periodistas, académicos e investigadores independientes han logrado —ante obstáculos a menudo abrumadores— obtener, analizar y difundir información que las autoridades intentaron encubrir o, sencillamente, nunca brindaron.
La sociedad civil desmontó varias veces las versiones oficiales sobre las muertes causadas por las fuerzas de seguridad en Tlatlaya y otros casos conocidos. Además de exponer hechos atroces, encontraron pruebas que demostraban que los autores materiales seguían órdenes superiores. En 2016, el colectivo periodístico Cadena de Mando publicó entrevistas a soldados enfrentando procesos penales que afirmaban que era habitual que sus comandantes les dieran instrucciones de ejecutar a personas detenidas. “El mando te dice: ‘No hay [lío], mátenlos, que no quede nada vivo’”, manifestó un soldado. “Esa era la norma número uno: los muertos no hablan, los muertos no declaran”.
Otros investigadores independientes han encontrado evidencia de que las ejecuciones extrajudiciales por miembros de las fuerzas de seguridad podrían haber sido sistemáticas.
En 2014, investigadores del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y la UNAM accedieron a datos oficiales sobre enfrentamientos entre fuerzas de seguridad federales y presuntos miembros de la delincuencia organizada. Concluyeron que, entre 2007 y 2014, por cada “presunto agresor” que hirieron los soldados, mataron a ocho más en promedio. Cifras como éstas serían esperables si fuera habitual que se impartieran órdenes de ejecutar a heridos y detenidos, como las que describen los soldados que entrevistó Cadena de Mando.
Al principio del sexenio, el CIDE obtuvo información oficial valiosísima de una fuente anónima sobre más de 40 mil homicidios ocurridos entre 2007 y 2011. Los investigadores dedicaron varios años a ordenar los datos y prepararon una serie de estudios en los que se muestra una imagen devastadora de la “guerra contra el narcotráfico”. Uno de los estudios analizó el impacto de enfrentamientos armados entre fuerzas de seguridad y civiles a nivel municipal y determinó que, en promedio, cada enfrentamiento provoca un aumento en las tasas de homicidios locales.
Otro estudio analizó las circunstancias en las cuales los miembros de las fuerzas de seguridad participaban en enfrentamientos armados con civiles y concluyó que, en la mayoría de los casos (84%), los enfrentamientos fueron precipitados por el actuar de las mismas fuerzas de seguridad y no de los “presuntos agresores” a quienes dispararon. En apenas una fracción ínfima (2%) de esos enfrentamientos, las fuerzas de seguridad intervinieron en función de una orden de detención u otro tipo de orden judicial. Es decir, las fuerzas de seguridad no estaban actuando como meros auxiliares del sistema de justicia penal. Estaban participando en combates armados y fueron los que iniciaron la ofensiva.
Cuando estos estudios fueron publicados, algunos críticos cuestionaron si los datos presentados eran suficientes para respaldar las conclusiones de los autores. Sin embargo, los estudios mismos subrayaron las limitaciones de los datos disponibles y los autores tuvieron el cuidado de aclarar que algunos de sus hallazgos con respecto a la legalidad del uso de fuerza eran de una naturaleza indicativa. De hecho, una de sus conclusiones principales era que se necesitaba mucho más información para poder evaluar el desempeño de las fuerzas de seguridad del país.
En lugar de proveer más información, el gobierno de Peña Nieto optó por una mayor opacidad. En vez de examinar y explicar la relación entre la delincuencia organizada y el número de homicidios, simplemente optó por no contabilizarlos. En vez de investigar el índice de letalidad sospechosamente desproporcionado, la Sedena anunció que ya no estaba registrando la cantidad de civiles que mataran sus soldados. Y en vez de promover una mayor transparencia, el Presidente logró que se promulgara la Ley de Seguridad Interior con disposiciones que restringirían gravemente el acceso a la información, y así convirtió la política de opacidad en mandato legal.
Si López Obrador espera contener la violencia, debería asumir como prioritaria la meta de terminar con esta opacidad. Además, debería diseñar un mecanismo eficaz para investigar adecuadamente los homicidios de los últimos años. Formar fuerzas de seguridad pública profesionales exigirá que los responsables de políticas públicas —y el público general— entiendan mucho más acerca de qué ha funcionado hasta el momento y qué no. ¿Dónde y de qué modo las fuerzas de seguridad u otras entidades gubernamentales han conseguido resultados favorables en la reducción de la violencia? ¿Dónde y cómo han causado que la situación empeorara? ¿Cómo se podrían replicar las experiencias que hayan sido exitosas y no repetir los fracasos y abusos?
Contestar a estas preguntas cruciales exigirá tener respuestas más completas y confiables a interrogantes básicos sobre la violencia: ¿quién ha matado a quién, en qué circunstancias y por qué?