Desde hace varios meses, la oposición partidista decidió apelar a la ausencia de ideología como oferta política. De hecho, en el debate del jueves pasado entre las candidatas a gobernar el Estado de México, Alejandra del Moral repitió varias veces que dicha elección “no se trata de ideologías”. Mientras tanto, apenas esta semana, una encuesta de Buendía & Márquez para El Universal reveló que al menos 61% de la población se identifica como obradorista.

La lucha estéril por las etiquetas tradicionales de izquierda o derecha ha favorecido al presidente López Obrador y a quienes simpatizan con su forma de encabezar el gobierno, resultando en una fragmentación, más que en una polarización, del espectro político. Por un lado, está ese grupo heterogéneo y a veces con intereses encontrados, pero que ha logrado encontrar cierto sentido de pertenencia en el denominado obradorismo, incluso sin necesidad de ponerse a definirlo. Por otro lado, atomizados, están los partidos de oposición, muchos analistas e intelectuales y ciertos sectores de las izquierdas.

Los partidos tradicionales de derecha y el PRD se han empantanado en un interminable desfile de destapes de aspirantes presidenciales. Con el afán de librarse de las etiquetas, se han alejado de la gente, siendo incapaces de brindar una oferta diferenciada y cediendo el protagonismo de la oposición política a personajes como la ministra Norma Piña o los consejeros del INE y el INAI.

Los analistas políticos, incluso aquellos que representaron la más sofisticada apreciación de la política y la sociedad, desdeñaron cualquier interpretación sobre la legitimidad de la que goza el movimiento encabezado por AMLO, encasillando cualquier argumento contrario a sus modelos y conceptos como propaganda.

Los intelectuales, incluyendo muchos autoidentificados con la izquierda, nunca asumieron como válida la presencia de nuevos interlocutores. En cambio, pretendieron humillarlos por una supuesta carencia de credenciales. Hoy varios de estos analistas e intelectuales se encuentran aislados, tratando de explicar por qué la realidad está mal, porque no encaja en sus teorías.

Los militantes de las izquierdas que no sintieron que el obradorismo incorporara los fundamentos de la socialdemocracia y el socialismo también prefirieron ridiculizar a los simpatizantes del presidente y, en el extremo, acabaron confluyendo electoralmente con la derecha. Estos militantes se encuentran también aislados, renuentes a poner a prueba sus argumentos fuera de los cubículos o los pasillos de las universidades.

Es decir, podríamos hablar de una polarización si estuviéramos en presencia de dos fuerzas opuestas, con posiciones radicalmente distintas. En cambio, los grupos opuestos al obradorismo se aprecian desdibujados y sin ruta. Lo único que los une es lo que no son y, por ahora, eso es insuficiente para aspirar a formar un varadero polo opositor.

Cuando el obradorismo fue oposición, sus adversarios en la derecha, pero también sus otrora aliados en la izquierda, llenaron páginas aconsejando sobre el cómo debería lucir una izquierda moderna. No es el papel del obradorismo dictarle hoy a la oposición lo debería ser la derecha que a México le conviene. En cambio, el obradorismo hoy tiene dos retos fundamentales en el corto plazo, lejos de la elección de etiquetas.

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