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Isela Martínez tiene 35 años de edad, es soltera y aún vive con sus padres en Hermosillo, Sonora. A pesar de ser una mujer trabajadora, autosuficiente y emprendedora, siente el deber moral de permanecer con ellos; su instinto protector rebasa sus deseos de ser independiente y de formar una familia propia.
Es la segunda de cuatro hermanos, tuvo una infancia feliz y por falta de interés, explica, dejó trunca la educación preparatoria. A los 18 años ya tenía su primer trabajo formal en una tienda departamental, lo que le ayudó a acumular puntos y, a los 25 años, llegar a ser beneficiaria de un crédito hipotecario para adquirir una vivienda social.
Al principio tenía planes de irse y empezó a hacerle los arreglos necesarios a su casa, incluso su padre le ayudó a construir algunas partes de su nuevo hogar; no obstante, el deseo de independizarse se disipó a medida que sus hermanos se fueron casando.
Su padre, don Alejandro, quien hoy tiene 67 años, está pensionado. Por su problema de diabetes, primero sufrió la amputación de cuatro dedos del pie izquierdo y luego de dos años, ya no tenía las dos piernas. Su madre, doña Olga, de 64 años de edad, padece asma y bronquitis crónica.
Isela trabaja en una tienda de conveniencia, estudia la preparatoria abierta y un curso de costura industrial con el fin de instalar un taller en casa para seguir al pendiente de sus padres, ya que de manera frecuente debe conseguir citas y acompañarlos al médico.
“La verdad, a veces quisiera salir corriendo, tener libertad”, comenta al describir a su padre como alguien con un carácter controlador que le repite a menudo: “Mientras vivas en esta casa, no vas a hacer lo que tú quieras”.
“Si supiera que van a estar bien, me iba, pero no, cada vez todo empeora. Mi papá está perdiendo la vista y ya no puede hacer muchas cosas”, argumenta.
Sin embargo, el mismo don Alejandro le aconseja que se vaya, que haga su vida, que los años pasan y cuando ellos mueran, se quedará sola. Hace días le preguntó “¿Por qué no te casaste?”, pero también le dijo que no la quiere en su casa si decide hacerlo. Por eso siente que está destinada a cuidarlos. No ve otra salida.
Las razones de Isela superan todo deseo de formalizar alguna relación, pues además del compromiso moral que siente, enfrenta responsabilidades económicas; debe aportar para el pago del agua, la electricidad y el servicio de internet. También asea todos los días la vivienda. Su madre usualmente prepara la comida y su padre contribuye para comprarla.
“No es fácil, no es cómodo y tampoco es que no quiera irme, que no tenga opciones, pero no me arrepiento de estar con ellos. He pensado que me van a durar mucho. Después de que se vayan, hasta podría meterme a un asilo”, expresa Isela al sonreírle a una circunstancia por la que atraviesan muchos jóvenes por motivos que van desde los problemas económicos —la falta de vivienda asequible y el cambio de prioridades— hasta conflictos personales.
Para Sonia Rangel, doctora en Filosofía de la UNAM, la tendencia creciente en México y otros países a “dejar el nido” a una edad más avanzada que hace 20 años se debe a que los jóvenes enfrentan un mundo en el que ya no hay condiciones laborales óptimas para lograr ser independientes.
“Si tú vienes de una familia más o menos de clase media, la forma en la que estás acostumbrado a vivir es algo que no te puedes costear si te sales” del hogar de tus padres, comenta a EL UNIVERSAL.
Castran el desarrollo
“Antes la gente pensaba independizarse para tener su propia familia y cosas, casa, auto. Todo respondía al bienestar de la forma de vida capitalista. El problema fundamental es que no hay opción para lo que quieres hacer, hace falta una perspectiva del sentido de la vida. Hay una especie de castración del desarrollo personal”, dice Rangel.
Los jóvenes permanecen en su casa, con ciertos privilegios, pero “hay una precariedad existencial, porque no se desarrollan personalmente: somos incapaces de plantearnos, de imaginar o desear otras formas de vida y caemos en el conformismo”, expone.
En referencia a las generaciones anteriores, que crecieron bajo la premisa de que el trabajo les permitiría crear un patrimonio, indicó que “la gente no se daba cuenta de que sacrificaba su existencia por esta idea del bienestar, pero en cierto sentido se veían retribuidos, porque podían acceder a ciertas compras. Ahora puedes sacrificar toda tu vida en el trabajo y no accederás a eso.
“Estamos frente a una doble precarización: la laboral y la existencial. Tenemos que plantearnos cómo queremos vivir. Puede haber una apropiación del deseo; es decir, saber qué es lo que se quiere hacer en la vida. El carácter mediocre de la existencia tiene que ver con la colonización del deseo, que a su vez tiene que ver con la forma de vida capitalista. Lo que genera es una especie de abulia, este efecto de ‘Yo tengo todo en mi casa. Mejor no me salgo y no hago nada’”, opina.
Rangel enfatizó que “las nuevas generaciones tienen una especie de infantilización, debido a la sobreprotección de los padres; en ese sentido, siempre es positivo que en algún momento se planteen una existencia autónoma, de pensamiento, de deseo, de lo que quieren hacer”.
Si bien en el país no existen estadísticas precisas sobre el tema, una encuesta de Dada Room, plataforma en internet para compartir departamentos en América Latina, expuso en 2018 que la edad promedio en la que los mexicanos dejan la casa de sus padres es a los 28 años y que para hacerlo destinarán hasta 47% de su ingreso mensual.
Detalló que a diferencia de lo que pasa en otras naciones, en especial europeas, así como en Estados Unidos y Canadá, los sueldos de los egresados en México resultan insuficientes para independizarse. En promedio, oscilan entre 5 mil y 10 mil pesos, cuando la renta de un cuarto en la Ciudad de México era de 3 mil 800 pesos y de 5 mil 200 en el caso de un departamento de una sola habitación.
Al dejar el hogar, los jóvenes destinarán así casi 50% de su primer ingreso a la renta de una vivienda, pese a que los expertos consideran que lo más conveniente es limitar ese gasto a 30% del total.