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politica@eluniversal.com.mx
Hace cinco días que los escombros de edificios derrumbados llenaron de polvo la Ciudad de México. Es un triste domingo. Las personas no salen a las calles, analizan sus grietas, no usan coche, caminan o andan en bicicleta. No salen a comer, se reúnen en familia, no van a los parques. El vendedor de frutas no vende y el taxista trabaja más horas para cumplir su cuota, la ciudad vive el dolor y la alegría de estar vivos y no sabe cómo manejarlo.
En un domingo cualquiera, un estacionamiento para un área comercial en San Ángel recibe 200 autos, hoy apenas llegan a los 80. Las mesas vacías simulan un laberinto para el mesero que tiene que llegar a la que está ocupada, ubicada lo más cercano a la salida. En las pantallas que acompañan la sobremesa prevalece la transmisión de los rescates de cuerpos en los distintos edificios colapsados, y hablan sobre los dos muertos por infarto que ocasionó la alerta sísmica del día anterior. Suena la repetición de alarma sísmica en el programa y más de uno se levanta sin comprender de dónde viene el ruido. Al darse cuenta que es una repetición, no dudan en ofender al conductor en turno.
La Liga MX aplazó la jornada a mitad de semana. Algunos equipos darán la venta de sus boletos a los damnificados de los sismos del 7 y del 19 de septiembre. Las ligas sabatinas y dominicales de futbol amateur en la Ciudad de México también postergaron sus juegos después de que no llegaran los rivales, porque más de la mitad del equipo continuaba en labores de rescate. Las canchas de los parques están llenas, pero de personas que continúan esperando a que la gente lleve víveres, medicamento, ayuda.
“Si el sábado pareció domingo, hoy parece 1° de enero. Lo único que se escuchan son las motos”, dice Sergio, vecino de la colonia Juárez. Al mediodía se realizó una junta vecinal para saber cuántos edificios están afectados y cuáles están más dañados. Después de que los líderes hablaran sobre las acciones que se realizarán en favor de los vecinos con documentos perdidos, hipotecas y trámites legales. Muchos de ellos confiesan que a sus casas llegaron familiares y que entre ellos, juntos, pesa menos el susto.
Algunos cuerpos de rescate especializados regresaron a sus lugares de origen. César Aja, rescatista minero de Baja California que fue movilizado por la Policía Federal con la misión de encontrar sobrevivientes en el Colegio Enrique Rébsamen, regresó a su casa después de más de 72 horas, que son las que se estima que una persona puede aguantar sin comer y beber. En los cuatro días que estuvo en la capital, encontró con su cámara inteligente sangre en paredes, roca, escombro y cuerpos en Coapa, Ciudad Jardín y Lindavista. Antes de subirse al avión, explica que el sábado vio a mucho menos gente ayudando, “como una tercera parte menos”.
El paisa, taquero de campechanos y de pastor, explica que el comportamiento del cliente en esta semana ha cambiado, “el mero martes acabamos cuatro horas antes, como que la gente andaba en la calle y comía lo que podía, entre ellos nosotros, pero poco a poco ha bajado y ayer hasta me regresé con tacos”. En un sábado normal, sus famosos tacos se terminan a las nueve de la noche, ayer dieron las 12 y no había quién los comiera.
Lo cotidiano se quebró de golpe. Hace ocho días los niños pensaban en levantarse temprano para ir a la escuela, hoy el jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, anunció que la apertura de escuelas se hará gradualmente, sólo 113 de los ocho mil 700 planteles retomarán sus actividades normales. La gran mayoría continuará en casa.
Se comienza a repasar lo que se vivió. Hay temor frente a lo que viene. Analizan sus paredes, sus ventanas y sus lugares de trabajo. Cuestionan al gobierno por dejar construir edificios que se cayeron después de un año de levantados y cómo la directora tenía su casa en la escuela que se derrumbó.
A cinco días de que los escombros cubrieran de polvo la Ciudad de México, la impotencia, el miedo, la ruptura de la normalidad imponen un silencio en las calles que terminará como la lluvia, nada es eterno.