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Con los ojos iluminados por la emoción del descubrimiento, Pedro corrió a las piernas de su abuela para contarle a su familia que había aprendido una nueva palabra: “¡Soy trans!”, gritó el niño de nueve años, pero lejos de liberarlo, su confesión lo ató a una realidad de soledad y discriminación que marcó su infancia y adolescencia, al grado de orillarlo a intentar quitarse la vida.
“No, eso está muy mal. Tú eres una niña. Las personas trans se drogan y se prostituyen, ¿en serio quieres ser así?”, le dijeron sus familiares.
La euforia de haber encontrado un nombre para describir cómo se sentía se desvaneció y Pedro se llenó de tristeza. “Sentirme ligado a la imagen de problemas y drogas que ellos tenían acerca de las personas trans me dolía bastante. Lo dejé pasar y comencé a fingir”, cuenta el joven de 21 años en entrevista con EL UNIVERSAL.
Pero el círculo de rechazo escaló y se convirtió en violencia en su primaria: “Qué asco, eres una machorra”, coreaban seis niñas en el baño de mujeres. Lo habían acorralado y de pronto ya lo estaban pateando en el piso. Pedro las acusó con los profesores, pero, dice, los insultos, el bullying y el acoso verbal nunca cedieron.
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“Nunca sentí lo que es tener un amigo... Traté de refugiarme en muchas cosas: karate, música, pintura... pero nada me quitaba el dolor”, narra.
Conforme creció, Pedro sentía su propio cuerpo como una prisión: sus caderas comenzaban a acentuarse y el busto, a crecerle, aunado a la llegada de su ciclo menstrual. Despertar cada día y mirarse al espejo era una tortura.
Para cuando cumplió 12 años y entró a la secundaria, era un alumno de excelencia; le gustaba usar el cabello corto y vestir con ropa holgada; jugaba futbol y era parte del equipo de taekwondo de la escuela. Sin embargo, le parecía que nada valía la pena, pues sus compañeros lo atormentaban con una frase que aún le taladra la cabeza: “Das asco”.
“Yo me sentía un ser repugnante y me preguntaba qué estaba haciendo mal. Preferí irme a tener que lidiar con todo ese dolor”.
Entonces tuvo su primer intento de suicidio y falló. Un segundo intento vino medio año después: “Me corté las venas, me quise suicidar con una sobredosis de medicamento. Lo intentaba en mi cuarto, cuando se iban a dormir mis papás, pero nunca se dio. Ellos nunca se dieron cuenta”.
Eduardo Vinicio Ramos, médico especialista en atención a personas trans, explica que los niños que reprimen su identidad por miedo a la discriminación o que son rechazados por su familia tienen altos deseos de no vivir.
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Asegura que los menores de edad en esa situación viven en depresión y suelen manifestar ideas suicidas que empiezan con la autoviolencia: “Primero se cortan y se lastiman; luego buscan formas de quitarse la vida —pastillas o algo de tomar es lo más común—”.
La mitad de las personas de la comunidad LGBTTTI ha tenido estos pensamientos y una de cada cinco lo ha intentado alguna vez, muestra la Encuesta sobre Discriminación por Motivos de Orientación Sexual e Identidad de Género (Enadis) 2018 del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). Los hombres y mujeres trans son los más afectados.
“Si mi familia dice que ser trans está relacionado con cosas malas y luego llego a la escuela y me tratan mal, ¿entonces para quién soy suficiente?
“Si mi familia no me quiere, si no tengo amigos y no tengo a nadie, ¿qué hago aquí?”, reflexiona Pedro.
Padres, aliados o enemigos
Cuando los niños trans son comprendidos, son felices, porque crecen y tienen un desarrollo normal conforme al género con el que se identifican, afirma Ramos. Sin embargo, señala que lo más común es que los padres se nieguen a aceptar esa realidad.
“Es muy frecuente que los padres no validen las decisiones de sus hijos. Es algo que tiene que ver con la ignorancia. Nos da miedo hablar de la diversidad de género y (...) pensar que nuestros hijos sean trans es algo que rompe las expectativas de los padres”.
El especialista alerta que esta violencia encamina a la mayoría de las personas trans a vivir en las calles, a dejar los estudios y a tener que recurrir a empleos como el trabajo sexual.
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Pedro cuenta que cuando comenzó a ir a terapia con el siquiatra, su papá le pidió al médico que lo curara: “Me dijo: ‘Es que estás enferma, yo no quiero una hija enferma, y si vas a serlo, no lo vas a ser conmigo’”.
Paulatinamente, y gracias al acompañamiento sicológico, consiguió que su papá lo aceptara. Ya tenía 16 años.
En el hospital los canalizaron a Transfamilias, una organización en la que, con el trabajo de grupo, sus familiares también aminoraron el tabú sobre su condición.
“Fue entonces cuando todo comenzó a ser mejor. Me apoyaron en mi tratamiento de hormonas y para mi cambio de registro legal”, narra.
Un nombre lo es todo
Gracias a un proceso que duró más de un año y que culminó en un juicio oral, Pedro fue la primer persona menor de edad en la Ciudad de México en cambiar su nombre legal.
Se estima que en el país hay entre 81 mil y 183 mil 600 adolescentes trans con entre 13 y 18 años, de acuerdo con un cruce de datos entre la población transgénero registrada internacionalmente con información del Consejo Mexicano de Población.
La única vía que tienen los menores de edad actualmente para cambiar su nombre de manera legal es a través de un juicio o de un amparo.
Aunque para Pedro su caso sentó un precedente, afirma que lo que ha vivido ha influido en su decisión de no decirle a nadie que es trans: “Si yo supiera que en mi entorno no me van a matar por decir quién soy, se lo gritaría a todo el mundo, pero aún tengo miedo”.