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Juan se levanta como lo hace desde hace 18 años para ir a trabajar. Porta el uniforme de policía municipal de Juchitán. Se despide de Irma López, su esposa, y sus hijos de 18, 17 y 12 años.
A las 23:49 horas a Juan Jiménez, de 36 años, lo venció el sueño en Palacio Municipal. No escuchó los gritos de sus compañeros.
El sismo de 8.2 grados derrumbó el edificio y quedó entre los escombros. Van 36 horas de rescate por parte de personal de las secretarías de la Defensa Nacional, Marina-Armada de México y de la Policía Federal para remover las toneladas de escombro.
A ello se suma el olfato canino de Eco, Frida y Evin. Son importantes en este momento para localizarlos.
En ellos recae gran parte del trabajo para encontrar a Juan, mientras Irma permanece atenta. Aún tiene la esperanza de encontrarlo con vida.
Uno de los rescatistas de la Armada pide silencio. Escuchó una voz de auxilio. Irma y su cuñada Rosa están desesperadas por saber de Juan; en los caninos esta la esperanza de encontrarlo lo más rápido posible para aumentar la posibilidad de encontrarlo con vida.
“Es muy responsable con su trabajo. Lo que más le importa es su familia y su trabajo”, dice Rosa, su hermana.
Mientras las máquinas siguen moviendo los escombros, los familiares se suman a las labores de rescate.
“Mi hermano se encontraba en el último piso, se durmió, no escuchó a sus compañeros y no sintió el temblor”, señala su hermana.
Las máquinas mueven con más rapidez las toneladas de escombro para liberar espacios y que los rescatistas puedan entrar. Uno de ellos por el hueco. Pasan unos minutos, sale. “No hay nada”.
Después, uno de los marinos da una señal a los demás. Encontró a Juan, pero ya está muerto.
Sus familiares se dan cuenta, rompen en llanto. El cuerpo es sacado de entre los escombros, lo suben a una patrulla y lo llevan a una funeraria.
Horas después, el cadáver es entregado a sus familiares en la colonia 10 de Mayo, donde vivió gran parte de su vida.
El féretro está en la sala. Irma no deja de mirarlo. Uno de los niños llora. México está de luto, Juchitán está de luto, y Juan se convirtió en mártir del 7 de septiembre.
Nueva vida.” ¡Julio! ¡Julio! ¡Salte!”, gritaban los vecinos hasta la última bocanada de aire.
Julio César López, de 50 años, se confió como muchos. Pensó que era un movimiento de tierra como cualquier otro, algo cotidiano para ellos. Pero fue diferente, el sismo alcanzó 8.2 grados Richter.
Lo único que hizo fue abrazar a su hijo Jesús, de 11 años, y a su esposa, Alba Santos, y meterse al clóset porque ahí se sintió más seguro.
“Es cuando uno se acuerda y pide perdón a Dios”, reconoce el jefe de familia de 50 años.
“Tranquila”, susurró a su esposa para no alterar a Jesús, que se sintió protegido por ese abrazo de padre.
“¡Perdónanos por lo que hemos hecho!”, imploraba en el clóset.
El tiempo fue eterno para los López y el miedo a quedarse entre los escombros aumentó.
“Se comenzaron a escuchar los ruidos de cómo caían las casas. Fue cuando comenzó a sacudirse la tierra. Venía con ganas, parecía que nunca iba a parar”, narra mientras limpia su tienda que resultó afectada.
“No podíamos salir. Estábamos al fondo de la casa y se podía venir abajo toda la estructura; el [terremoto] de ahora no se compara con el del 85; hoy fue una sacudida tremenda”, dice.
El sismo pasó, la casa de Julio resistió y salió del clóset. Fueron a la calle y lo primero que vieron fue los productos de su tienda en el piso y la casa de su vecino derrumbada.
El miedo a un temblor de igual o mayor magnitud y cuidar su patrimonio obligó a los López y a otras familias a dormir afuera de su casa.
Julio y su tío Óscar limpian la tienda; Alba cuida el sueño de Jesús, en una colchoneta sobre la banqueta: “Es otra oportunidad, una nueva vida. Es momento de poner los pies en la tierra, asegura Julio y el reloj marca las 04:00 horas del sábado.