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nacion@eluniversal.com.mx
Tlahuelilpan, Hgo.— César Jiménez Brito nació un 8 de enero de hace 44 años; sin embargo, su vida acabó marcada por el número dos, qué peritos le colocaron para identificarlo como uno de los cuerpos calcinados que yacía en el lugar donde el viernes pasado explotó un ducto de Pemex. Él fue una de las al menos 76 víctimas letales.
Ayer por la tarde, cuando su lastimado cuerpo se preparaba para ser embalsamado, sus dos hijos más pequeños aún lo esperaban en casa, para ellos papá estaba vivo.
La historia de César, aseguran su esposa Alicia y sus suegros, no es de un hombre que robaba combustible, sino la de alguien amigable y dedicado a su familia, quien vivía de un autolavado y otros trabajos.
Alrededor de las cuatro de la mañana del sábado, entre el olor a gasolina, muerte y hierbas de alfalfa, que estaban sembradas en el terreno donde murió, la esposa y los suegros de César, junto con un grupo de personas, irrumpieron para exigir que los cuerpos de sus parientes fueran tratados con dignidad.
Ahí permanecieron los tres, junto a la hija mayor de 16 años, esperando encontrar al hombre que todos querían ver.
En contraste con otras familias, la de César pudo dar con él fácilmente. Un juego de 12 llaves y un par de anillos fueron la clave para su hallazgo. El fuego no pudo con ninguno de estos artículos.
“Él nunca dejaba sus llaves y le encantaban los anillos. A veces me decía: ‘Me voy a morir, pero eso sale muy caro’, y mire: me lo cumplió”, narra Alicia con la mirada triste.
El primero. César fue uno de los primeros cuerpos en ser levantado del área de la explosión, los peritos recogieron la mayor cantidad de restos posibles.
Del hombre robusto, amable y moreno —como lo describe su familia—, poco quedó materialmente. Después del levantamiento, un rumor corrió y la familia se desvió. Finalmente supieron que César fue trasladado a la ciudad de Tula, a la funeraria El Ángel, donde todos los cuerpos calcinados yacían en espera de una prueba de ADN para identificarlos, pero ese no fue el principio del adiós.
Aunque autoridades estatales e incluso el gobierno de la República aseguraron que correrían con los gastos funerarios de las víctimas del siniestro en Tlahuelilpan, a la familia de César una funeraria le intentó cobrar 6 mil pesos por un “embalsamamiento y otros gastos, como cirios y una cruz”.
No obstante, tras las diligencias y los reclamos, esto no sucedió. No se lucró con la muerte, al menos no con la de él. Así, el cadáver de César se convirtió en el primero en ser entregado a sus familiares.
Él fue despedido como un día lo pidió. “Si me muero vélenme en el lugar donde fui feliz, en el hogar en el que viví con mi esposa”, recuerda doña Tere, su suegra, las palabras testamentarias que dejó César.
Y así ocurrió, las exequias se realizaron en una estrecha calle de Tlahuelilpan, donde tenía su hogar, ahí César fue velado por la noche. A sus hijos más pequeños se les explicó que no verían más a papá.
A César le lloraron su madre, su esposa, sus hijos, sus hermanos y sus vecinos. Hoy por la mañana, sus restos se velarán en una misa, antes de ir a parar al sepulcro.
La curiosidad. Don Alejo y doña Tere, suegros de la víctima, dicen que su yerno era un hombre de bien. Tras 18 años siendo el esposo de su hija, César era amigo, hijo y padre. Según narran sus familiares, se dedicaba a hacer todo tipo de trabajos, desde mecánica hasta herrería.
“Él no era huachicolero, simplemente la curiosidad le ganó y fue al lugar donde todo el pueblo decía que había gasolina. Desde hace 15 días, en esta región hay desabasto”, cuenta doña Tere frente al cuerpo de su yerno. A la familia la invade una duda, César llamó para decir que estaba en la toma clandestina, pero iba de regreso a su casa. “¿Por qué se quemó? Quizá porque quería ayudar a alguien.
“Morir quemado es la peor forma de irse de este mundo”, relata Alicia, quien deberá ser madre soltera de tres pequeños.