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Ayotzinapa, Tixtla.— Una noche de principios de 2018, Eleucadio Ortega no pudo pegar los ojos, aunque moría de sueño por el cansancio acumulado. Una y otra vez se paró al baño a orinar hasta que vio el amanecer. Cuando llegó la hora de levantarse no pudo. Estaba agotado, sin fuerzas, deshidratado. Su esposa, Calixta Valerio, lo tomó y lo llevó a un médico. Los niveles de glucosa estaban altos, el diagnostico fue certero: diabetes.
En los días siguientes, Eleucadio dejó de ser ese hombre robusto, de abrazos anchos, abdomen abultado, pecho amplio y, en cambio, comenzó achicarse por la pérdida vertiginosa de peso. Eleucadio le echa la culpa a la preocupación y deja a un lado todas las malpasadas y los desvelos que han significado estos cuatro años de la partida de su hijo.
A cuatro años de las desaparición de los 43 normalistas, lo efectos en los padres son cada vez evidentes: diabetes, parálisis facial, asma, hipertensión arterial, dolencias, ansiedad, insomnio y mucho insomnio.
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), en su periodo de investigación, documentó 180 víctimas directas, además de 40 heridos. Entre las víctimas, dice el GIEI, se debe considerar a los familiares de las víctimas directas, que son al menos 700 personas, entre ellas, Eleucadio.
La desaparición de los 43, los ataques de esa noche y el muro de silencio que construyó el gobierno surtieron efectos expansivos en los padres. Hay más víctimas aparte de los 43. Eleucadio es padre de Mauricio Ortega Valerio, uno de los 43 estudiantes desaparecidos esa noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. Él y su esposa son indígenas mè phaa de la comunidad Monte Alegre, de Malinaltepec, en la mera Montaña de Guerrero.
Ahora el hombre, mientras camina o platica, se sostiene los pantalones para que no se le caigan. En este momento no tiene dinero para comprarse unos de su nueva talla. No tiene trabajo, no ha podido ir a laborar al campo donde sembraba maíz, frijol, calabaza y café. Es más, tiene tres meses que no pisa su casa.
Eleucadio está sentado en un pupitre de uno de los salones que se han convertido en habitaciones, se da ánimo; dice que está recuperando el peso perdido, aunque advierte que la diabetes no lo detendrá en la búsqueda de Mauricio.
Aunque a Eleucadio le preocupan también sus otros cinco hijos. Los está criando a distancia, por teléfono. “Mi hija de 13 años me llama a diario y me pide que vaya al pueblo, pero tengo que estar acá. Para ellos ha sido difícil, están tristes porque no estamos con ellos, extrañan a su hermano desaparecido. Ya no somos iguales”, comenta.