Minutos antes de la medianoche ya eran casi 80 fetichistas reunidos en Zoom . La invitación era clara: “Tú decides qué tanto quieres mostrar”.

En calzones, en topless, desnudos, con traje de luchador grecorromano, en tanga y con arneses de cuero, los voyeuristas y exhibicionistas estaban conectados con

los tímidos de las cámaras apagadas, mientras el DJ de cuerpo atlético mezclaba, en suspensorio, el progressive house con gemidos.

Después de haber pagado un “cover” de menos de 200 pesos para un acceso exclusivo con link y contraseña, las cocinas, recámaras, salas, pasillos, balcones y estudios, que horas antes fueron usados para tener una junta de trabajo, ahora eran el escenario alternativo para sacar el estrés del confinamiento obligado por el coronavirus.

La vida nocturna del concurrido club LGBT del Centro Histórico de la Ciudad de México fue trasladada a la computadora.

Respetando el “quédate en casa” y desde el encierro, osos, twinks y chacales departían en una fiesta “de moda” , de esas que se volvieron populares durante la cuarentena en Europa, Asia y Estados Unidos.

Poco a poco se unían más hombres que optaron por la transmisión organizada desde algún lugar de México, ante la falta de lugares de encuentros abiertos como baños de vapor y cabinas.

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Un performance, con luces de neón, mostraba una figura esbelta enfundada en traje fluorescente de látex que invitaba, con posiciones eróticas, a tener sexo.

El anfitrión del cibersexo estaba atento a quienes mostraban las nalgas, senos y penes erectos. “Prendan la cámara, anímense, los queremos ver”, alentaba a los curiosos ocultos.

Los micrófonos fueron desactivados y la recomendación fue conectarse desde la computadora, no del celular “para disfrutar mejor la experiencia”. Todos eran maestros del ángulo y la iluminación.

El juego convocado prometía ser “seguro”. Mejor que estar en una de las supuestas fiestas clandestinas, “como las de Suecia”, para contagiarte de Covid-19 y lograr inmunidad de rebaño.

Tomar foto y video estaba prohibido. Quien fuera sorprendido sería expulsado de la sesión. Tampoco se podía grabar en directo ni tomar capturas de pantalla.

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La conexión inestable a internet, de sábado por la noche, dejaba pasmadas las siluetas que entre luces rojas mostraban una escena de sexo en vivo.

Ahora al ritmo de trance, un hombre moreno de cuerpo perfecto y vestido de cuero se movía lenta y sensualmente, a la vez que su nombre de usuario mostraba la

cuenta para que quien quisiera ver más, depositara más. Una chica trans presumía su torneado trasero.

-“¿Quién con lugar?”, “enseña más”, “qué bien se mueve”, “quiero”,”de aquí a dónde”, escribían en el chat de la sesión underground del internet.

Con máscaras sadomasoquistas, cubrebocas, gorras, lentes oscuros y mostrando la cara, los cuerpos bailaban entre luces tenues cuando el administrador seleccionaba a los más atrevidos. El chat room era de placer.

Mientras la noche avanzaba, la intensidad subía y los más de 100 conectados disfrutaban de su sexualidad en la orgía virtual. Eran cinco ventanas de sexo y perversiones, sin olores ni sabores ni texturas.

Había mota, alcohol, tabaco, condones y dildos. Los poppers los inhablaba el trío de hombres, que en un cuarto blanco bien iluminado, tenía sexo. Activos, pasivos e inters.

Otra ventana exhibía una barra de comedor donde cuatro sujetos, tal vez roomies, formaban “el trenecito del amor”. La pareja de luchadores grecorromanos esperaba su turno para ser vista y el conectado desde Los Ángeles sólo se masturbaba.

Una joven apareció riéndose en pantalla ante el llamado de un hombre. Ambos comenzaron a besarse como si fuera a llegar una pareja swinger.

Nadie pensaba en ese momento si Zoom violaba su privacidad. Tampoco si estaban infringiendo las reglas de la plataforma al cometer “actos indecentes”.

Más de las 3 de la mañana marca el reloj, quedan cincuenta y tantos conectados, hay fluidos en el teclado, cámaras encendidas que no muestran nada, preservativos desechados, personas durmiendo en pijama y el DJ sigue tocando.

ed

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