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El domingo pasado, un amigo escritor me llamó para contarme lo que acababa de soñar: que un temblor arrasaba la Ciudad de México mientras el Popocatépetl expulsaba trozos de tezontle ardiendo y las ramas de los árboles se poblaban de pájaros negros.
Anoche recordé ese sueño. Le marqué a mi amigo para decirle: “No tuviste un sueño, tuviste uno de los presagios de Moctezuma”.
La destrucción mayor de la Ciudad de México, su arrasamiento total, comenzó con un presagio.
Diez años antes de la llegada de los españoles, según cuentan las crónicas, una espiga de fuego apareció en el cielo de México-Tenochtitlan. El fenómeno duró un año entero. En el Códice Florentino se lee que cuando esa espiga brillaba en el firmamento “había alboroto general: se daban palmadas en los labios las gentes; había un gran azoro; hacían interminables comentarios”.
Un poeta había cantado: “En tanto permanezca el mundo, no terminará la gloria, la fama de México-Tenochtitlan”. La aparición de aquel presagio, sin embargo, anunciaba el fin: de la orgullosa ciudad construida a lo largo de 200 años iban a quedar solo piedras y polvo.
Cuando la capital del imperio mexica fue fundada (entre 1323 y 1328), una erupción del volcán Xitle había sepultado bajo una capa de seis metros de lava a la civilización más antigua de la Cuenca de México. No existen relatos de aquella destrucción, aunque excavaciones realizadas desde 1917 en la zona de Cuicuilco revelaron objetos intempestivamente abandonados por sus propietarios.
El horror debió ser semejante al que Plinio el Joven describe al narrar el último día de Pompeya: el cielo oscurecido por la ceniza, moribundos reptando con el rostro transformado por la asfixia. Bajo la lava del Pedregal una ciudad entera está sepultada.
“Muchas destrucciones de hombres han ocurrido y volverán a suceder, las más grandes por fuego y por agua, pero también por una infinidad de otras causas”, relata Platón en uno de sus Diálogos. Las más variadas formas de destrucción persiguieron a Tenochtitlan.
En 30 años hubo ocho grandes terremotos. El de 1474 destruyó la ciudad por completo. Torquemada lo describió así: “No sólo se cayeron muchas casas, pero los montes y sierras en muchas partes se desmoronaron y deshicieron”.
En 1503 Ahuízotl se quejó porque los lagos que rodeaban la ciudad tenían poco agua y mandó que se construyera un caño que llevara a Tenochtitlan las aguas del caudaloso manantial de Coyoacán.
Fue una decisión funesta. El manantial anegó la ciudad, incontables edificios quedaron cubiertos por el agua. La mayor parte de la población huyó. Los que no se fueron tuvieron que resignarse a vivir a bordo de canoas.
Durán narra en su Historia de las Indias que para rehacer la ciudad fueron enviados miles de siervos de las naciones tributarias, los cuales llevaron “estacas, céspedes, tierra y piedra”.
La nueva ciudad, que tuvo “casas grandes y curiosas”, llenas de “patios muy galanos”, había cumplido apenas 10 años de vida cuando apareció en el cielo el primer augurio: la siniestra espiga de fuego que anunció a Moctezuma el fin de la ciudad.
Durante la década siguiente se sucedió toda clase de señas y pronósticos: incendios, rayos, cometas. Aparecieron hombres de dos cabezas, según cuenta el padre Sahagún, y apareció también un pájaro que tenía en medio de la cabeza un espejo en el que Moctezuma vio acercarse gente de a caballo.
Pronto sobrevino la Guerra de la Conquista. Según las cuentas que hace Torquemada, Tenochtitlan fue atacada por 200 mil indios aliados, 900 infantes, 80 soldados de caballería, 17 cañones, 13 bergantines y 6 mil canoas.
El ruido de la guerra cesó el día 1-Serpiente del año 3-Casa. La ciudad estaba “desbaratada, destruida y asolada”. Un soldado experto en geometría trazó hacia 1522 la nueva y muy noble Ciudad de México.
Poco sabemos de ella porque un siglo más tarde quedó completamente destruida por una inundación: la de 1629. La tragedia se considera el mayor desastre que ha ocurrido en la historia de la capital pues a diferencia, digamos, del terremoto de 1985, borró a la ciudad entera. México quedó inhabitable durante cinco años.
La calma de la ciudad recién reconstruida duró únicamente 13 años. En 1642, alentado por un “viento huracanado”, un voraz incendio consumió gran parte de las casas que se hallaban alrededor de la Plaza Mayor.
Entre 1676 y 1796 la era de los incendios echó por tierra casas, templos, hospitales, teatros y colegios. Siniestros ocurridos en San Agustín y Santa Veracruz, así como en el convento de Betlemitas, fueron recordados durante varias generaciones.
Al incendio de este último edificio acudió a sofocarlo “un número asombroso de pueblo, con hachas, barretas, cubos, cántaros y las bombas de agua que se sacaron de sus respectivos depósitos”, relata el cronista Luis González Obregón.
Hay una litografía de Pedro Gualdi que ilustra algunos de los daños que dejó en la ciudad el terremoto del 7 de abril de 1845, conocido como “el sismo de San Epifanio”. Se trató de un movimiento que pudo superar los 8 grados. “Nadie recuerda otro semejante”, escribió Carlos María de Bustamante.
Los daños de aquel sismo fueron un juego de niños si se comparan con los dejados, en 1911, por el llamado “temblor maderista”.
El día que Madero entró triunfante a la ciudad, un terremoto había derribado casas y edificios en San Cosme, Santa María la Ribera, Guerrero y Peralvillo. Los escombros y la sangre se revolvieron aquel día extraño en que triunfaba la revolución.
No se terminó ahí. Siguieron las “muchas destrucciones” de que hablaba Platón: 1957, 1985, 2017.
En todos los casos, aún en los peores, México renació. Si somos las cosas que nos pasaron, el poeta estaba en lo cierto: “En tanto permanezca el mundo, no terminará la gloria, la fama de México-Tenochtitlan”.