Cuando su padre fundó este lugar en 1974 ella pensaba que estaba loco por ayudar a indigentes y enfermos, pero cuando él murió, 20 años después de abrir el albergue, Elena se dedicó a cuidar del legado de su papá. Nunca imaginó que aquí sería su hogar para toda la vida.
“Debes tener mucho amor por tu prójimo, porque es muy fácil cansarte y bajarte de este barco. Yo llevo más de 23 años y en algún momento pensé que debería dejarlo, pero la muerte de uno de mis hijos, cuando él tenía seis años de edad, me impulsó a dedicarme con más ímpetu a ayudar a los que sufren por alguna enfermedad que está terminando con sus vidas, pero lo que más acaba con ellos es sentirse abandonados por sus familiares”, asegura Elena.
Debido a la pandemia del Covid-19 el albergue dejó de recibir gente que solicitaba asilo por temor a contagiarse y sólo se quedaron con los que tenían antes de que llegara la enfermedad al país, con lo que también disminuyó la ayuda de la gente que donaba cosas para el mantenimiento del lugar, pero han logrado sobrevivir durante todo este tiempo.
A pesar de todo, el lugar luce limpio, se escucha música mientras algunos ven revistas y la encargada del lugar les prepara su comida. No se ve tristeza y todos regalan una sonrisa y ofrecen sus manos cuando los saludan.
“Morir no es el problema, es cómo vivimos, qué hacemos de nuestras vidas para ser mejores y no tener miedo a partir de este mundo. Me parece que el peor problema es sentirte muerto cuando aún estás vivo”, comenta Elena.
Por eso, hay que estar relajados y recibir a la muerte con una sonrisa, recomienda.
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