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La figura demacrada de El Chapo se vio en la sala 8D de la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York. Había llegado al recinto judicial alrededor de las siete de la mañana transportado en el destacamento policial habitual que obliga a cerrar el puente que conecta Brooklyn con Manhattan en pleno inicio de la hora punta en la Gran Manzana.
La sala, como siempre, estaba llena. En la segunda fila de butacas, como siempre, se encontraba su esposa Emma Coronel. A su lado la abogada Silvia Delgado, convertida en confidente y mano derecha de la esposa del narcotraficante.
Sentadas sobre las dos mujeres, las mellizas de seis años de edad, vestidas de manera idéntica y ambas con modales perfectos, no quitaron la mirada de su padre, saludándolo casi a escondidas para evitar ser amonestadas por mala conducta o sobrepasarse en la expresividad de sus gestos.
El Chapo no les quitó la mirada de encima. Como siempre que entra a la sala del tribunal —vestido azul oscuro, zapatos naranjas, sin esposas ni ataduras, vigilado constantemente por al menos dos agentes federales—, lo primero que hizo fue buscar a las mujeres de su vida entre el público, que le esperaban en el lugar de siempre.
Más demacrado que de costumbre, rasurado perfecto, brazos que tienden al raquitismo y con la mirada perdida, pero las encontró. Y como siempre levantó el brazo derecho, agitó el flácido bíceps que tiene por extremidad y movió la mano brevemente. Sus hijas sonrieron y le devolvieron el saludo.
El día anterior las mellizas habían visto por una hora a su padre en la cárcel de máxima seguridad de Nueva York. Era apenas la tercera vez que él las veía desde su extradición y, como siempre, estuvieron separados por una mampara plástica que les impide tocarse y bajo la atenta mirada y monitoreo de agentes federales de prisiones.
“Obviamente, cuando vienen aquí y las ve se pone muy contento y muy feliz de poder ver siquiera que están bien”, explicó el abogado de El Chapo.
Ese momento es el único que modifica la rutina de Joaquín El Chapo Guzmán, inmerso en una vida de reclusión extrema.