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Los primeros segundos del leve movimiento de la tierra sólo hicieron que los habitantes de la franja ístmica, acostumbrados a los temblores, se alertaran, pero no actuaron. Luego, la intensidad del sismo subió.
El estruendo de las casas colapsando, el zangoloteo de los árboles y el ruido de los utensilios estrellándose contra el piso se confundieron con los ladridos de los perros en las calles, los gritos y los llantos por todos lados.
Fueron los 40 segundos más angustiantes para casi medio millón de huaves, mixes, zoques, chontales y zapotecas que conviven en la zona más estrecha del país.
Casi a la medianoche, la oscuridad reinó. Rosario salió como pudo de su casa. Gritó a su vecina: “Celia, ¿estás bien?”, una y otra vez, hasta que respondió.
Celia, nerviosa, estaba atrapada en su casa, no encontraba las llaves para abrir la puerta mientras las tejas del techo caían detrás de ella. Al final logró salir.
La luz de la luna las ayudó a caminar hasta la calle principal. Ahí, frente a ellas, vieron la magnitud del desastre. La larga casa de dos plantas de su vecino Aquiles y su hijo Rusvel estaba en el suelo, destrozada.
Los gritos aparecieron nuevamente: “¿Está Aquiles?, ¿Rusvel?, ¿están bien?”, silencio, uno largo.
Repitieron la pregunta dos veces, hasta que les contestaron, estaban vivos, el temblor los agarró platicando en el patio de la casa y cuando ésta comenzó a desplomarse salieron corriendo; así salvaron sus vidas.
Otro grito más agudo salió del fondo del callejón, era Elva y su hija Monserrat, corrían llorando hacia la calle. Eran voces de auxilio, su tía Nereyra estaba atrapada entre los escombros de una vieja casa de tejas.
El apoyo llegó, de la oscuridad salían hombres corriendo. Hicieron lo que pudieron y sacaron a la mujer, pero estaba muerta.
Lloraron todos los vecinos del callejón Argentina del barrio, de Cheguigo, una de las zonas más lastimadas de Juchitán por el sismo del pasado jueves.
El silencio era lo que menos se sentía. Los 25 minutos después del temblor fue de caos, llanto en las calles y entonces el ruido de las sirenas de las ambulancias y las patrullas comenzaron a escucharse, la tragedia estaba anunciada, nada se podía hacer.
Recibir los informes en la calle. Rosario, Celia, Aquiles y Rusvel sacaron sillas en las calles y ahí, en medio del desastre, recibían los informes de más muertos, casas colapsadas y más temblores. La información corría de un mototaxi a otro.
La mañana los descubrió asustados. La luz del día les fue mostrando sus daños, sus patrimonios destrozados.
Durante el día el número de vecinos muertos comenzó a elevarse, todos eran conocidos. Fallecieron aplastados, la mayoría de las víctimas fueron mujeres de más de 50 años.
En esta ocasión no hubo altavoces en el barrio que anunciaran la muerte, el rezo y el sepelio.
La falta de energía imposibilitó el anuncio público como es común. El rito de la muerte de las 31 personas en la ciudad se hizo en silencio y ocurrió en la más sentida tristeza.
La noche comenzó a llegar otra vez, Rosario, Celia, Rusvel, Aquiles y miles de istmeños se juntaron en las calles, murmuraron, chismearon, tuvieron miedo de que la tierra se vuelva a mecer, como lo hizo durante todo el día, temieron perder lo último que les quedó: la vida.