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El pasado 20 de mayo, un grupo de manifestantes encabezado por un gobernador desfiló frente a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) lanzando acusaciones de corrupción a diestra y siniestra. La comitiva de protesta se distinguió sombríamente al cargar ataúdes rematados con los retratos de algunas ministras y ministros. No es la primera vez que esto sucede: el 18 de marzo de este mismo año manifestantes reunidos en la plaza de la Constitución quemaron una efigie de la ministra presidenta Norma Piña.
Simultáneamente, se ha planteado la posibilidad de impulsar una reforma a la SCJN que incluya la elección por sufragio de sus integrantes, al tiempo que se estigmatiza a las y los jueces que emiten fallos contrarios a las pretensiones del Ejecutivo Federal.
La ciudadanía puede con facilidad replicar y secundar estas posturas, cansada de una impunidad que no se revierte y proclive —mayoritariamente— a caer en el engaño de que esta condición es responsabilidad de los poderes judiciales y no de las fiscalías, como lo es fundamentalmente.
En este contexto, es preciso reivindicar la labor judicial. La existencia de tribunales independientes que tutelen los derechos y diriman los conflictos es esencial para la vida democrática.
La labor de las y los juzgadores, y sobre todo de quienes conforman la SCJN, es compleja. Más que adherirse a uno u otro bando político, a las y los jueces se les exige una labor de análisis y discernimiento: el suyo es un encargo ético, filosófico y jurídico.
Ciertamente, por más autónoma que sea, ninguna institución es inmune a la corrupción. El Poder Judicial de la Federación y los poderes judiciales locales no son ajenos a las peores prácticas del sistema político mexicano. Las páginas de corrupción e impunidad en su historia no son escasas. Y, sin embargo, el clima de animadversión que se está instalando en contra de la judicatura y, sobre todo, en contra de la SCJN es preocupante.
Los recientes ataques contra la Suprema Corte debilitan al Estado de Derecho en México, de por sí ya maltrecho. Cuando se descalifica a la judicatura después de que la Suprema Corte falla en contra del Ejecutivo Federal, se desconoce la relevancia del diálogo republicano entre poderes.
Ese diálogo es esencial para la vida democrática pues el procesamiento institucional de las discrepancias y de la pluralidad enriquece la vida pública, como ocurre también en el ámbito privado. Disentir nos obliga a superar nuestras posturas. Somos mejores seres humanos gracias a nuestra pluralidad. Esto lo confirman el sentido común y la experiencia histórica: la diversidad es un criterio de salud, de bonanza y de verdad.
A todos y todas nos exaspera la impunidad y es cierto que la justicia mexicana no protege a quienes menos tienen. Recuerdo haber escuchado en alguna cárcel del país aquello de que en México la justicia es una serpiente que sólo muerde a quienes andan descalzos. Es legítimo pugnar por un cambio en este ámbito y las universidades confiadas a la Compañía de Jesús estamos enfocadas en ello. Pero para que esa transformación suceda habría que poner más energía en repensar el funcionamiento de las fiscalías y en ampliar la disponibilidad de servicios legales gratuitos para las y los más pobres, y menos en vilipendiar a la judicatura cada que disgusta un fallo de la SCJN.
Una vez más, toca llamar a la mesura y al respeto. La labor judicial importa. Corresponde reivindicar el valor de la justicia para construir el México que queremos.