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A las 5 de la tarde, Rosario Robles llegó al Reclusorio Sur. Se le veía fastidiada, cansada, molesta, pero se dio tiempo para soltar de vez en vez una sonrisa a la nube de cámaras que siguieron su ingreso al penal para enfrentar la acusación de la Fiscalía General de la República (FGR).

Inicia un baile que va y viene, empujones: “Estoy aquí, como siempre he dicho, con las faldas bien puestas”, suelta la exsecretaria de Desarrollo Social durante el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto. Hay más empujones entre los periodistas que quieren seguirla de cerca.

Antes habían llegado los abogados de la exfuncionaria federal. Y como la vez pasada, Robles Berlanga llega al reclusorio una hora antes de la cita con el juez para continuar su audiencia inicial, pero lo hace por su lado.

Vuelve a lucir un vestido blanco, pero esta vez lleva al cuello una pañoleta de colores. Entre los brazos trae papeles y en el rostro duro con una sonrisa mustia.

Hay caídas de personas que se arremolinan a su paso. Un reportero cae sobre una reportera, pero alcanza a rodarse de ladito para no sacarle el aire; luego otros se pelean, una mujer lanza manotazos y pide que se controlen, hay gritos, desorden, caos en la llegada de la exfuncionaria federal.

Robles Berlanga logra entrar al reclusorio para defenderse. La justicia la acusa de haber hecho oídos sordos y callado ante actos de corrupción y por ello incurrir en uso indebido del servicio público. El juez deberá determinar si la vincula a proceso y le aplica una medida cautelar.

Pasan las horas, Mariana Moguel, hija de Rosario, sale a comer una gordita en un puesto callejero; en un rato, los que esperan a la puerta del reclusorio olvidarán los empujones y se refugiarán bajo el mismo paraguas de la misma lluvia inclemente del sur de la Ciudad. Pasan las horas, se hace de noche y Robles... se defiende.

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