En un pequeño taller en donde apenas caben dos mesas de madera, algunas cajas con materia prima y herramientas, pero también mucha pasión y creatividad, Pedro Morales Huerta junto a su hijo Pedro Morales lucha para preservar la tradición de elaborar el papel picado de forma artesanal en el pueblo de San Salvador Huixcolotla, Puebla.

Custodiado por un par de matas de guayaba e higo, algunas bugambilias y varias cactáceas, en el pequeño cuarto de tabicón gris de unos tres por seis metros techado con láminas metálicas, nacen miles de pliegos de papel picado que adornan las festividades vinculadas al , pero también poco a poco va decayendo el oficio que sucumbe ante el suaje y el láser, mecanismos de corte de papel que producen las decoraciones en masa, pues mientras padre e hijo crean 100 piezas durante una hora, en el mismo tiempo, aseguran, la maquinaria fabrica unas mil unidades, lo que provoca que los pequeños empresarios estén dejando de competir en el mercado.

“Lamentablemente ha surgido mucha competencia en esto, con [los papeles picados ] que fabrican en las máquinas, y últimamente de las que están saliendo de trabajos con láser de los chinos, porque se pierde el arte, yo tengo la firme convicción de que la artesanía debe ser hecha por el humano, no por una máquina, pero los mismos clientes me han llegado a decir “tráeme cantidad, no quiero calidad” (…) por querer competir con ellos, con sus precios, nos vemos obligados a bajar nuestros precios, a igualarnos a ese tipo de trabajos que los hacen las máquinas”, aseguró Pedro Morales, de 26 años, quien desde niño aprendió la técnica de algunos de sus familiares y ahora, junto a su padre, ha logrado emprender su negocio establecido en el patio de su casa.

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Pedro Morales, de 26 años, aprendió la técnica de algunos familiares y ahora, con su padre, emprendió su negocio en el patio de su casa. Foto: Iván Chávez | El Universal
Pedro Morales, de 26 años, aprendió la técnica de algunos familiares y ahora, con su padre, emprendió su negocio en el patio de su casa. Foto: Iván Chávez | El Universal

Desde hace poco más de una década Los Gallos, como son conocidos en el poblado central del estado, decretado en 1998 como “la Cuna del Papel Picado”, alternan sus labores en el campo y en la Central de Abasto de San Salvador Huixcolotla, en el municipio poblano del mismo nombre. En temporadas de Semana Santa, fiestas patrias, Día de Muertos y festividades decembrinas desempolvan sus artefactos para dar rienda suelta a su creatividad.

El señor Pedro Morales Huerta acomoda los “fierros“ —como le llaman a los cinceles y mazos metálicos de diferentes tamaños con los que hacen la magia—, y de vez en cuando masca una hoja de insulina verde recién cortada de su jardín que, aunque es amarga, dice que le hace bien para la diabetes que padece; cuenta que para comenzar en el negocio “no fue difícil, lo difícil ya fue ahorita, porque ya hay más personas que lo hacen, ya hay más saturación en todo el producto, nosotros hacemos el trabajo a mano, hay máquinas que sacan cuatro o cinco veces más producto que nosotros, dan más económico y tenemos que ponernos al precio de ellos”, lamentó el hombre de 55 años que durante octubre viaja dos veces por semana a la Ciudad de México en su camioneta Ford 2007 para proveer a sus clientes de los mercados de Sonora, de la Merced y de Jamaica, acompañado de su hijo.

En las calles tranquilas de Huixcolotla es común ver a las personas que se desplazan en bicicletas por las sendas donde los pastores guían a su ganado; desde ahí parece que se pueden tocar los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl con sólo estirar el brazo, mientras el viento agita cientos de tiras viejas y nuevas de papel y nylon que se sostienen en las partes altas de las fachadas de las casas en las que en las tardes de octubre se escuchan los martillazos que caen en los cinceles de puntas afiladas que ranuran los ornamentos. En el poblado viven otros artesanos indispensables en la elaboración del papel picado, como pegadores, combinadores, costureros y diseñadores, quienes dibujan los modelos de los adornos que dan vida al popular Día de Muertos, incluso en el extranjero.

Pedro Morales Huerta explica que mientras que a ellos elaboran 100 piezas en una hora, las máquinas hacen mil. Foto: Iván Chávez | El Universal
Pedro Morales Huerta explica que mientras que a ellos elaboran 100 piezas en una hora, las máquinas hacen mil. Foto: Iván Chávez | El Universal

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Uno de ellos es Jorge Castillo, diseñador autodidacta que a pulso dibuja las figuras que posteriormente serán caladas sobre una barra de plomo de por lo menos 40 kilogramos llena de cientos de diminutas brechas en las que quedan los retazos de papel que los artistas acumulan en costales y venden como confeti porque “aquí a todo le sacamos provecho”.

“Queremos que nuestro trabajo rebase más fronteras, he hecho dibujos que se fueron hasta Europa. Se casó un mexicano con una francesa y el diseño fue un avión que formaba un corazón que llegaba de aquí hasta Europa, también he hecho trabajos para Estados Unidos, para su Independencia (…) ahorita las máquinas son una competencia muy fuerte para nosotros como artesanos, porque en lo que nosotros sacamos para cien enramadas [tiras de papel picado de colores combinados] la máquina ya sacó mil o 2 mil, entonces en el mercado nos peleamos porque ellos dan barato y nosotros queremos defender nuestra artesanía”, dijo el hombre de 40 años quien recordó que hace algunos años, en un hospital de la Ciudad de México, en donde una de sus hijas estuvo internada por un trastorno hemorrágico, pudo ver sus diseños decorando el nosocomio, escena que lo llenó de orgullo y lo motivó a no darse por vencido por su esposa, tres hijos y un nieto recién nacido.

Convencidos de que “la paciencia es el secreto del artesano”, con callos sobre sus callos ya cicatrizados en las manos y otras ámpulas que pronto se harán ásperas en sus dedos, los artistas del papel picado tienen fe en que su trabajo no será borrado por las máquinas, en que sus futuras generaciones preservarán la tradición de elaborar los adornos y sueñan con que en su pueblo instalen un mercado público, en el que puedan comercializar sus productos icónicos de las tradiciones mexicanas.

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