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San Primitivo, Hgo.— Poco antes de las seis de la tarde se corrió el rumor de que se había reventado un ducto a las afueras del pueblo. La gente corrió por cubetas y bidones, por tambos y garrafones, y se metieron a los canales para tomar la gasolina que salía a borbotones de una vieja toma clandestina.
Los hombres fueron por delante. Se arriesgaron, en la zona no hay gasolina por la estrategia antihuachicol, refieren testigos. Entonces se metieron entre los canales. El olor del combustible quemaba la garganta y los ojos ardían. Se pusieron trapos en la boca para no respirar los gases. Se empujaban para acercarse al torrente que duraría casi una hora.
“Se les dijo que era peligroso, pero aun así se pusieron necios, sólo querían un poco de gasolina para sus carros; la gente dice que eran huachicoleros, pero no es así”, explicó Octavio, un habitante de la zona dedicado a la venta de barbacoa.
Poco antes de las seis de la tarde, un pequeño destacamento del Ejército arribó al lugar, donde ya había oficiales de la policía hidalguense. Los soldados se mantuvieron expectantes. No había gente, pero de repente la fuga se hizo grande, subió un chorro, las personas se enteraron y llegaron por decenas.
Los militares veían que, sin rubor, la gente —incluso niños— pasaba entre ellos sin amilanarse por las armas de cargo a la vista, con sus cubetas y bidones, llenos y vacíos.
Pasaron los minutos, se hizo de noche. Los soldados se retiraban. Entonces algo pasó. Un hongo de gas y lumbre se elevó en medio del sembradío donde aún se encontraban decenas de personas tomando el combustible. La gente corrió, alguna llevaba la ropa en llamas.
Vinieron gritos de angustia, de dolor, de miedo. Los soldados regresaron, pero nada pudieron hacer.
A decir de Octavio, la versión que dio uno de los oficiales en el lugar del siniestro es que alguien encendió un cerillo para prender un cigarro. “Quién sabe si fue eso u otra cosa. Temprano, la fuga era apenas un chorro, pero la presión creció y el combustible se alzó hasta unos 30 metros”, aseguró.
Entre la oscuridad iluminada por las llamas, la gente deambuló cerca del siniestro durante toda la noche, entre patrullas, ambulancias y pipas de Pemex, pidiendo auxilio.
Dolor en el aire. A kilómetros de la explosión, en la caseta de Tepoztlán, cuatro helicópteros de la Ciudad de México esperaron a los heridos para trasladarlos a un hospital. Ahí, Abigail descendió de una ambulancia junto a su esposo Alejandro Hernández, de 22 años.
La joven lo vio despegar rumbo al hospital de Lomas Verdes. Un descuido dejó a la joven en tierra, donde personal de rescate le indicó que si quería seguir a su esposo, debía hacerlo por sus propios medios.
A la medianoche, bomberos y personal militar lograron sofocar el fuego. Ahí quedó un cráter humeante, con la fuga abierta, sin controlar y el peligro latente de que en cualquier momento las llamas regresarán al ejido. Anoche nadie durmió en el pueblo.