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“Sé cómo quitarte un carro de una forma más bonita, sin afectarte tanto”. Esa es la escuela en la que Javier (quien prefiere que lo llamemos así) se especializó en el robo de vehículo durante 10 años. Utilizó todos calibres de armas, incluso llegó a asaltar con una escopeta.
Desde adolescente “se daba a respetar en el barrio”, todo le salía bien, pero en 1996, cuando tenía 22 años, ingresó por primera vez, de cinco, al reclusorio.
Andaba de fiesta con uno de su amigos y vio un carro que quería. En el vehículo estaban unos maestros; cada uno tenía su matrimonio. Era día de infieles.
No pudo hurtar el auto porque lo atoraron. Ingresó al reclusorio, pero a los tres meses salió. La pareja de infieles le otorgó el perdón para que no se enteraran sus parejas que ese día del robo estaban con otra persona.
En esos meses Javier salió orgulloso porque había pisado la cárcel, se sentía el más malo del barrio: “Nadie me podía parar. La vida en el reclusorio depende de cada personalidad, si eres agresivo cuenta”. Javier era así, le gustaba la violencia y peleó
dentro del centro. “De principio, si estás equivocado, cuando sales del reclusorio te sientes con poder, para que te respeten en el barrio”. Hay muchos que cuando salen de prisión les da miedo cometer otros ilícitos; sin embargo, Javier continuó.
Robó de nuevo. Regresó a la prisión y salió. Así estuvo por cinco ocasiones hasta que en 2006 le dieron siete años.
De nuevo traía la fiesta con uno de sus amigos. Había un carro equipado y lo quería. “Se los voy a quitar”, pensó.
Amagó a los que iban en el auto, los tenía hincados, con la cabeza abajo. De inmediato escuchó: “Policía, tira tu arma”. Recuerda y suelta una risa.
Los agentes le apuntaron por todos lados, lo hincaron, uno le apuntó en la frente al hombre. En prisión, su esposa lo dejó en 2008. “Le digo que deje a mi hijo con mi familia porque le voy a hacer daño. No lo cuidaba. Te conviene más que se lo des a mi familia”, sin problemas su ex mujer lo entregó. Fue un acuerdo, dice.
Javier era una persona que se daba a respetar. Aprendió el oficio con el que ahora se mantiene: es estilista. También sabe danza prehispánica, tuvo cursos de inglés, italiano, francés y mandarín. No lo habla, pero le entiende.
A sus 41 años, Javier está en su estética y ya no quiere problemas. No gana como quisiera, pero dice estar tranquilo. “No me va bien [con la estética] pero vivo tranquilo”, hay veces que al día hace 300 y 400 pesos, cuando le va bien se hace hasta mil, pero luego baja a 200. “Antes estaba acostumbrado a gastar al día hasta 3 mil pesos en el relajo, mínimo mil pesos”, dijo.
Consumió cocaína por 20 años. “Probé de todo”, ahora sólo “le hace” a la marihuana. Da consejos a los chavos para que se den cuenta de lo bueno y lo malo. “Cuando me dicen que van a hacer cosas les digo que si van a aguantar, en caso de que no les salga bien, los años que les den de prisión”, comentó. Aseguró que sus víctimas siempre aflojaron sólo con palabras, sin necesidad de jalarle al gatillo. Su mirada le ayudaba para imponerse. Es la experiencia que le dio tantos años de robar.
“La cotorreó” muy bien en su tiempo, pero hoy “me da vergüenza recordar lo que hice años atrás”.