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Sufrió violación anal multitudinaria y descargas eléctricas dentro de la vagina. La voz de Magdalena Saavedra se rompe al verbalizar las torturas que padeció a manos de un grupo de marinos entre el 10 y el 11 de mayo de 2013.
¿Su objetivo? Inculparla de ser operadora financiera del Cártel del Golfo.
La potosina de 52 años se quebró cuando la amenazaron con que si no firmaba lo que le pusieran enfrente, la siguiente sería su hija.
Magdalena fue víctima de una supuesta “técnica de investigación” que en México es pandemia: casi la mitad de los presos mexicanos asegura haber sufrido tortura.
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Para combatirla se promulgó —hace ya más de dos años y medio, el 26 de junio de 2017— una nueva legislación. De acuerdo con el entonces presidente, Enrique Peña Nieto, ésta contaba con las “mejores prácticas internacionales para combatirla”.
Una de ellas era la creación —en un máximo de 90 días— de una fiscalía especial con “plena autonomía técnica y operativa” en cada estado, pero 30 meses después, sólo 10 de las 32 entidades han cumplido con la ley.
El caso de Magdalena, cimentado sobre recomendaciones e informes de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Amnistía Internacional (AI) y el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Prodh), es una muestra más de lo que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) le recriminó a México en mayo de 2019: “[Hay] una muy alta incidencia de tortura y los malos tratos, incluida la violencia sexual, en particular por parte de miembros de las fuerzas de seguridad y agentes de investigación, durante el arresto y las primeras etapas de la detención”.
Toques en la vagina
“Me trataron peor que a los animales. Me pusieron una bolsa en la cabeza para asfixiarme, tres veces, hasta que me desmayé. Me desperté por los golpes, por las patadas. Me vendaron los ojos y me llevaron a un lugar que era pura grava. Allí empezó la tortura fuerte, los toques eléctricos. Me desnudaron completamente, me sentaron en una silla, me abrieron de piernas y me metieron el aparato dentro. Es algo indescriptible”, recuerda.
“Cuando me violaban de forma anal, me dijeron que si no firmaba unos documentos que me daban iban a ir con mi hija, le iban a hacer lo mismo [que a mí] y la iban a matar”, dice.
Magdalena firmó y se inculpó en los delitos de acopio de armas de fuego, contra la salud por venta de cocaína, posesión de cartuchos de uso exclusivo y operaciones con recursos de procedencia ilícita.
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Tras cinco años encarcelada, Magdalena logró una sentencia absolutoria en noviembre de 2018, en la que se resaltaba lo inverosímil de las pruebas aportadas por los elementos aprehensores. Desde entonces, la mujer tiene disociaciones y no puede trabajar.
Aunque logró que pusieran una denuncia en su nombre ante la Procuraduría General de la República (PGR) en octubre de 2013, asegura que su caso no ha avanzado casi nada en estos seis años: “Esa gente malvada... Los que me hicieron esto ya deberían estar encerrados. Yo ya debería tener un pago del daño. Saber que esa gente está inmune me genera una frustración y un coraje enorme, pero no pienso quitar el dedo del renglón.
“Si lo que estoy haciendo sirve para que una sola mujer no tenga que pasar por lo que pasé yo, ya estoy bien pagada”, afirma.
La Convención de las Naciones Unidas Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes define que la tortura es un delito que sólo pueden cometer los Estados y el cual supone producir a un ser humano daños graves, físicos o sicológicos, tratos crueles e inhumanos con el objeto de obtener información, que se declare culpable de delitos que no cometió o como elemento en contra de disidentes o luchadores sociales.
“En México, mucha de la tortura la cometen los ministerios públicos en las fiscalías”, explica Natalia Pérez Cordero, investigadora de Derechos Humanos en la organización Fundar, Centro de Análisis e Investigación, A.C., quien también forma parte del observatorio contra ese delito, Sintortura.org.
“La ley marca la creación de fiscalías especializadas para los casos de tortura. Tienen que ser independientes, para que los ministerios públicos que investigan a otros servidores públicos no tengan vicios ni haya ninguna autoridad o superior que les pida hacer algo que vaya contra su investigación”.
Pérez Cordero opina que la ley de junio de 2017 es correcta, pero que el problema es la falta de cumplimiento y no sólo en el tema de las fiscalías especializadas: “El número de ministerios públicos y de peritos es bajo, lo que hace que se atrasen las investigaciones”.
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Según sus datos, a escala federal y entre 2019 y 2020 se destinó un millón 250 mil pesos al tema, menos de 5% de lo que se otorga a la investigación de la delincuencia organizada. Para ella, estas deficiencias presupuestales explican que entre 2014 y 2018 se iniciaran 9 mil 998 investigaciones federales por tortura, con sólo 33 sentencias.
Otro de los incumplimientos de la ley tiene que ver con los registros del delito de tortura en los estados, los cuales deberían contar con datos determinados y alimentar un registro nacional que centralice toda esta información.
Para ello, la ley concedió 90 días de plazo, pero más de dos años después, sólo tres entidades —Querétaro, Oaxaca y Coahuila— han cumplido.
Otros 13 estados tienen registros, pero que no cumplen con las especificaciones de la ley. En 14, según los datos disponibles, no hay nada.
La tortura es un problema que en México, de acuerdo con datos oficiales, es generalizado. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) —en su Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad de 2016— cifra que 58% de los arrestados fue incomunicado; 52.5%, amenazado con cargos falsos; 46%, desnudado y 40% fue atado y vendado de la cabeza.
Un tercio fue presionado para denunciar a alguien más y el mismo porcentaje fue asfixiado. Si México tenía en ese momento 210 mil presos, ese porcentaje supone 75 mil detenidos que fueron asfixiados. Tanto Magdalena como Adrián están dentro de ese conteo. Como a ella, a Adrián le aplicaron descargas eléctricas en los genitales.
Víctima de las autoridades
“A principios de 2000 fui detenido por policías ministeriales de Tlaxcala. Empezaron a darme vueltas por las colonias mientras me pegaban. Yo no sabía por qué. Yo oía sus radios, que hablaban en clave, que respondían a un comandante. Todo me decía que eran policías. Me pegaron todo el camino hasta que llegamos a un lugar que —ahora sé— era la procuraduría del estado y me metieron a una parte que estaba en obra negra.
“Me desnudaron y me vendaron entero, salvo la boca y la nariz. Empezaron a golpearme, a echarme agua mineral en la nariz, a darme toques en los testículos. Les pedí que me dijeran qué tenía que decir para que no me hicieran más. Oía otros gritos. No sabía que eran mis amigos y familiares, a quienes también habían agarrado. Finalmente firmé una declaración”, cuenta.
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A él y a su familia los acusaron de dos secuestros, delincuencia organizada y delitos contra la salud con hipótesis de venta. Estuvo 15 años en la cárcel hasta que salió por un amparo. Una de las personas que entró con él, mayor y diabética, falleció dentro de un penal por la falta de cuidados tras una paliza.
Ese caso es acompañado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (Cmdpdh). Según la organización, las víctimas fueron detenidas y trasladadas a la procuraduría, donde las obligaron, mediante torturas, a inculparse en hechos en los que no participaron, así como a generar pruebas que los vincularan con secuestros.