“Si no me puedo curar de esta enfermedad, por favor quítame la vida”, así rezaba Rafael a Dios hace nueve años, luego de que las autoridades de su escuela católica intentaran reprimir su homosexualidad mediante las mal llamadas terapias de conversión.
El entonces menor de edad fue traicionado por un párroco de su colegio que violó su propia ley y divulgó con otras autoridades su secreto de confesión: Rafael se sentía atraído por otros hombres.
Inmediatamente, una supuesta terapeuta del plantel decidió iniciar con la “cura”: Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual y la Identidad de Género (Ecosig), que es la forma como llaman a dichas terapias, al asumir que con estos métodos denigrantes y dolorosos iban a “corregir” sus preferencias.
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En la primera fase de los esfuerzos, la supuesta sicóloga lo condicionó, a través de sesiones simples de terapia conversacional y ejercicios manuales, para convencerlo de que su atracción por los hombres era un error.
“Pero a mí no dejaron de llamarme la atención [los hombres]. Entonces, empezamos con la segunda fase que son los choques eléctricos. Iban de menor a mayor intensidad: primero en mis manos; luego, en la cabeza y al final trataron de aplicármelos en los genitales, pero no lo permití.
“Me pasaban imágenes de pornografía homosexual u hombres guapos y me daban una descarga eléctrica, luego, cuando salía la imagen de una mujer o pornografía lésbica, un dulce o chocolate.
“Ni así sentía aversión por los hombres. Se lo comenté [a la terapeuta] y volvió a señalarlo como una enfermedad. Terminé por culparme y convencerme de que en realidad yo tenía un problema”, dice a EL UNIVERSAL.
Los Ecosig confundieron a Rafael hasta el punto de empezar a odiarse a sí mismo por no sentir atracción por las mujeres. Él continuaba comentándole, de forma insistente, a su terapeuta y ella le ofreció iniciar un tratamiento con testosterona para “remarcar sus cualidades masculinas”.
“Yo soy una persona de mucha barba, con rasgos fuertes, entonces empecé a confrontar todo esto que me hacían, porque tampoco iba a permitir que me dieran descargas en los genitales. Así dejé de ir al tratamiento”.
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Los sacerdotes le hicieron comentarios como: “Te vas a ir al infierno”. “Tú estás renunciando a la cura de tu enfermedad”. “Vas a fallarle a todo el mundo por ser así”. Los cuales lo llenaron de miedo y culpa. Además, intentaron convencerlo de asistir a un campamento en Jalisco en donde aparentemente se llevaban a cabo de forma masiva estos métodos de represión de la identidad sexual u orientación.
Para “intentar corregir este error en sí mismo”, Rafael buscó terapia. Fue ahí cuando se dio cuenta de que no había nada malo en él porque la homosexualidad no es una enfermedad.
“Cambié mi perspectiva, entendí que no había nada que curar y que la tortura no es terapia. No había nada malo en mí. En efecto dominó, abandoné la congregación, busqué una nueva vida y le conté a mis papás”, narra.
“Para mí es inconcebible pensar en que no se hace nada a nivel federal por detener esta tortura infantil que va desde hacer odiarte a ti mismo hasta lastimarte por ‘curar’ algo que no es un error”. Tiempo después, el joven salió del clóset cuando su familia encontró unas fotos de su pareja. Al principio, sus papás no lo aceptaron, pero se sensibilizaron cuando le platicó de las agresiones.
Actualmente, Rafael vive una vida libre en la que reconoce sin culpa su sexualidad. Sin embargo, los Ecosig le recuerdan lo importante de alzar la voz para que este tema se legisle. Después de las agresiones, ha aprendido a vivir con ello.
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