Ya no hay senos en su pecho. En su lugar, yace un corazón tatuado, justo en el centro del tórax del que se extienden flores moradas, rosas, verdes y azules, por encima y debajo de las cicatrices que dejó la mastectomía bilateral a la que fue sometida en julio del año pasado.
En conjunto, las marcas y el tatuaje forman un hermoso cuadro; un corazón alado diseñado con amor, que para Sandra representa sus nuevas chiches.
Sandra Monroy tiene 36 años, es una mujer guapa e inteligente, le gusta platicar, siempre tiene un tema de conversación y la extirpación de sus senos es imperceptible si ella no lo menciona, y no porque haya implantes o brasieres que los intenten sustituir, sino porque como mencionó en entrevista con EL UNIVERSAL, las “tetas no definen a una mujer”.
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Hace 12 años, Sandra se acercó por primera vez a FUCAM (Fundación de Cáncer de Mama); desde entonces, con sólo 25 años, la joven acudía para revisiones rutinarias donde le hacían ultrasonidos mamarios cada año. Con la llegada de la pandemia, dichas revisiones fueron suspendidas porque no había que salir de casa. Fue a finales de marzo de 2021 cuando pudo volver a realizarse una revisión y enterarse a tiempo que tenía cáncer de mama tipo 1.
“Recuerdo que el radiólogo me dijo que, en efecto, en el seno derecho estaban esas bolitas de grasa por las cuales llegué a FUCAM, pero que en el izquierdo había algo que no le gustaba. Después de muchos estudios, en mayo del año pasado me enteré que era cáncer de mama.
“Si no hubiera ido a esa revisión, hasta que fuera demasiado tarde, no me hubiera enterado de ese cáncer, porque no tuve ningún síntoma. Todos me preguntaban si me supuraba el pezón, si había tenido piel de naranja, si me salía sangre, si se me había retraído el pezón o si sentía dolor. Mi cáncer no era palpable”, dijo.
Lo que vino después era claro, había que quitar ambos senos del cuerpo de Sandra para asegurar que el cáncer no avanzara. Se trataba de salvar su vida y por la “estética” no había por qué preocuparse, existía la posibilidad de reconstruir ambos senos y quedarían “perfectos y completamente parejitos”, le aseguraron los médicos.
Para la joven activista, tres cosas fueron fundamentales para la decisión que tomó de no poner implantes en su cuerpo, el apoyo y la compañía de sus familiares y amigos, quienes le reiteraron que lo más importante es que ella siguiera con vida; la segunda fue que no estaba dispuesta a seguir sintiendo dolor físico por cuestiones estéticas, aunado al costo económico innecesario; y la tercera, que no los necesita, pues en su estructura emocional, como mujer, no son necesarios.
“En todo este camino, mientras reafirmaba mi decisión de no hacer una reconstrucción inmediata de senos con implantes, comencé a notar un discurso de hipersexualización hacia los senos de mujeres. Me hicieron muchos comentarios misóginos y machistas como: ‘Es que estás muy joven como para no tener chiches, es que no te vas a poder poner escote, es que no le vas a gustar a los hombres, es que te van a mal mirar’.
“Me decían que por ser una mujer joven yo sí era candidata a una reconstrucción, porque una mujer grande, ¿ya para qué…? Después de escuchar cómo era el proceso de la reconstrucción, comenzó a solidificarse mi idea de que no somos unas mamas, y finalmente decidí no ponerme los implantes que para mí hubieran sido como cargar en mi cuerpo con un par de mausoleos, inertes, sin vida. Mis senos eran únicos y su belleza radicaba en que no eran perfectos, pero no porque ya no los tengo dejé de ser una mujer completa”, ahondó.
Lo único que en repetidas ocasiones Sandy, como la llama su mamá, pidió a los médicos cirujanos, fue que “cortaran y cosieran bonito”, porque había visto imágenes de mujeres que fueron cortadas como animales. “Afortunadamente la doctora Betzabé me dijo: ‘No te preocupes, te vamos a coser con amor’”.
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Sororidad y amor para cicatrizar bonito
Sandra es fotógrafa, comunicóloga y artista. Es a través del arte, de un proceso terapéutico y del acompañamiento de sus familiares y amigos que ha podido resignificar el cáncer de mama.
Cuando recibió la noticia de que sería separada de sus senos, decidió despedirse de ellos y trabajar su duelo. Así fue como surgió la idea con su amiga Sáshenka Gutiérrez, fotógrafa de la agencia de noticias internacional EFE, de hacer una serie fotográfica, a manera de despedida que documentara el proceso por el cual estaba atravesando.
Así, al tercer día de la operación, capturaron un momento importante en el proceso de transición de Sandra que recorrería el mundo para mostrar una realidad que no había sido retratada antes sobre el cáncer de mama, y sin embargo, sucede todo el tiempo y en todas partes.
Esa fotografía que ganó el Premio Ortega y Gasset como mejor fotografía, para Sandra, es un momento de metamorfosis que le representa esperanza, que le sirvió para gritarle al mundo quién es Sandra Monroy, para mostrarse sin máscaras ante los demás y para recordarse que es una mujer potencializada porque, como dice otro de sus tatuajes en su abdomen: “En medio de tanto mal, mucho bien ha surgido en mí”.
“Esas fotografías tenían que hacerse porque yo no me iba a callar, no iba a meterme en un mundo a esconderme atrás de una prótesis. Recuerdo que ese día fue el primer baño después de la operación. Mi amiga Gina y mi mamá me estaban ayudando. Gina me quitó el vendaje, para mí fue un momento de renacimiento, a pesar de que estaba enfrentando la realidad en la que mis senos ya no estaban, había esperanza, no sufrimiento. Fue un momento lleno de amor y sororidad porque estaban mujeres muy importantes en mi vida: mi mamá, Gina, Sashe. Me sentí abrazada”, recordó.
Documentar el proceso de Sandra, a través de fotos, fue sanador y ni ella ni Sáshenka imaginaron el impacto que tuvo la imagen y la ayuda que brindaría a otras mujeres que están pasando por el mismo proceso para la resignificación de la enfermedad y sus cuerpos.
Cinco meses después de la publicación, la historia de Sandra sigue siendo retomada por varias organizaciones y colectivos feministas para mostrarla y hablar sobre el cáncer de mama.