“¿Me escuchan?, ¿me ven? ¿Estoy pasmada? Prendan el micrófono. Háganme una seña para continuar”, son las frases más recurrentes en el horario de clases de esta nueva normalidad a la que alumnos y docentes se han tenido que adaptar.
El vestidor de Fabiola y la recámara de Ileana se convirtieron en las nuevas aulas para varios estudiantes. Ahora sus espacios personales son un salón de preescolar y uno de danza para jóvenes de secundaria y bachillerato.
Entre ganchos, cajones llenos de playeras, artículos personales, una cama, el grito del señor que vende tamales o gas, y fallas con la red, este lunes 24 de agosto se dio el disparo de salida para el nuevo ciclo escolar.
Fabiola Rivera es la encargada del primer contacto que pequeños de tres y cuatro años tienen con el sistema educativo en un jardín de niños público, e Ileana Ramírez tiene como tarea ayudar al desarrollo físico de decenas de jóvenes de una escuela privada.
Pero a pesar de que sus alumnos son de niveles opuestos, coinciden en que les gustaría que los padres tuvieran más empatía y respeto con los docentes, quienes están haciendo su mejor esfuerzo por sacar este ciclo escolar adelante, pues a ellas también les ha costado trabajo la nueva forma de dar clases y adaptar sus contenidos para la educación a distancia.
“He leído comentarios muy tristes en Facebook, donde escriben que desquitemos el sueldo, que para eso nos pagan; y sí, no me quejo del trabajo, porque me gusta, pero pierden la parte humana de que el docente también tiene una familia y responsabilidades. No ha sido fácil adecuar todo”, cuenta Fabiola.
Ileana dice que, contrario a lo que piensan varios papás, no tienen una varita mágica para solucionar todo con lo que nos estamos enfrentando y a veces pierden de vista que para que su hijo tenga una clase de calidad de 50 minutos, hay una inversión de tiempo del maestro de hasta seis horas.
“Primero compré un enrutador, pero no funcionó, la tarima era un plan, pero se adelantó; el siguiente paso es comprarle memoria a la computadora, pero vamos poco a poquito”, dice Ileana, quien también cuenta que ha tenido que turnarse la computadora con sus hijas después de dar su clase.
El trabajo se multiplicó
En el jardín de niños donde trabaja Fabiola bajó la población. De su grupo, que regularmente es de 18 pequeños, este ciclo sólo tiene inscritos a nueve.
Sin embargo, a pesar de que son menos niños, el trabajo aumentó. Entre la planeación de actividades, la autorización de sus superiores y ponerlas en formato para enviarlas a los padres de familia, sus jornadas se han extendido hasta la madrugada.
Para Ileana, reestructurar su curso ha resultado agotador física y emocionalmente, y acepta que hay momentos en los que la frustración se apodera de ella, al no poder tener contacto con sus alumnos, lo que es esencial en su clase, y quisiera “tirar la toalla”.
“Durante la clase hay que pedirle al Universo que todo funcione, pero tienes que tener plan A, B y C”. En cuanto al ajuste para dar sus cursos echando mano totalmente de la tecnología, las maestras coinciden en que se ha tratado de “prueba y error”.
No les fue del todo fácil manejar las plataformas, y contrario a lo que se podría pensar, aunque las nuevas generaciones conocen mejor la tecnología, tampoco les ha resultado sencillo aprender a estudiar de esta manera.