Más de 8 mil víctimas de violencia, 41 mil personas en situación de desplazamiento forzado, mil 63 ejecuciones extrajudiciales, 517 personas desaparecidas y 35 masacres perpetradas por agentes del estado, son los datos recopilados por el (MEH) en su informe Fue el Estado, mismo que dio a conocer este día.

Entre 1965 y 1990, el sistema político de gobierno aspiró a construir una uniformidad social y combatir las disidencias a cualquier costo, ahogando, castigando y reprimiendo cualquier diferencia, incluso las sexuales, cometiendo con ello “violaciones graves de derechos humanos”.

Un sistema represor construido desde el partido hegemónico de ese momento, el , en el que participaron hombres que hoy forman parte del actual partido gobernante, , como Alejandro Gertz Manero y Manuel Bartlett Díaz.

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Uno de los hallazgos novedosos de la investigación que se plantea en el documento, “fue el constatar que prácticas militares que pensábamos circunscritas a ciertos contextos y regiones, fueron activadas para distintos objetivos”.

Ejemplo de ello son los llamados “vuelos de la muerte”, mediante los cuales la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) asesinó y desapareció a opositores políticos, “también fue usada contra líderes comunitarios que defendían a los suyos frente a la imposición de una planta hidroeléctrica en Chiapas”.

La investigación del MEH logró documentar que para la construcción de la de la planta hidroeléctrica Itzantúm, en Huitiupán, Chiapas, en los años 80, “el Ejército impuso un cerco militar sobre un estimado de 14 mil personas. Los líderes comunitarios de los ejidos afectados, indígenas de origen batsi vinik o tzotzil, fueron desaparecidos y ejecutados en vuelos de la muerte”.

Sobre el tema, se asienta en el documento: “Los casos de violaciones graves contra comunidades violentadas por la imposición de políticas de desarrollo cuentan la historia de violencias innombrables contra comunidades enteras, que constituyen la otra cara del proyecto económico modernizador”.

En sus conclusiones generales, la investigación presentada por Abel Barrera Hernández, David Fernández Dávalos y Carlos A. Pérez Ricart, se asegura que el Estado mexicano de los primeros años 60 “adquirió las características de un Estado contrainsurgente, con elementos propios que se articularon con estrategias generalizadas de disciplinamiento social”, persiguiendo, incluso, “a quienes, sin ser disidencia, tenían potencial de llegar a serlo”.

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“La institucionalidad creada y sostenida por el Estado contrainsurgente tuvo dos objetivos. Por un lado, garantizar su seguridad política, su supervivencia y la continuidad del modelo posrevolucionario de partido hegemónico; por otro, salvaguardar la reproducción de un modelo económico capitalista desarrollista y extractivista, y más tarde uno neoliberal”.

Además, el periodo analizado permitió al equipo investigador documentar los cambios de paradigma en la seguridad, pasando del enemigo interno en el contexto de la guerra fría al combate al narcotráfico como justificación de su acción contrainsurgente.

A pesar de que fue el mismo Estado que alentó y consintió “la formación de economías criminales y circuitos de extorsión, corrupción e impunidad que operaron en los hechos, más allá de los discursos formales de una institucionalidad prodemocrática del Estado mexicano durante el periodo”.

La violencia institucional en el periodo analizado por el MEH no sólo fue responsabilidad del Ejército mexicano, las policías de los diferentes organismos de gobiernos o el mismo poder Ejecutivo, “involucra a ciertos organismos del Estado cuyas funciones y naturaleza no guardaban relación alguna con el ejercicio de la violencia, como, por ejemplo, el Instituto Nacional de Migración, o la Suprema Corte de Justicia. En el ámbito internacional implicó también agencias extranjeras de seguridad e inteligencia de diversos países”.

No sólo la CIA, el FBI o la DEA, “cuya acción no puede entenderse si no es por la mediación de la institucionalidad policial mexicana más allá de la diplomática”, así como “la formación y adiestramiento militar que permitió la transferencia de capacidades para la contrainsurgencia, alineada a las agendas políticas económicas y de seguridad estadounidense”.

En la investigación se señala “la colaboración que el Estado mexicano mantuvo con otros Estados con prácticas autocráticas”.

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