A finales de abril de 2020, Ernesto Reyes Pacheco quedó tumbado en su cama con calentura y gripe. Los síntomas no eran graves, así que el hombre de 37 años confiaba en que pronto se recuperaría para trabajar y pasar tiempo de calidad con su esposa e hijos.
Era el cuarto mes del año y en las noticias ya se reportaban más de 30 mil contagios por Covid-19 y 3 mil decesos por esta enfermedad, pero la familia de Ernesto no lo tenía en cuenta y pensaba que los síntomas del jefe de la familia pasarían pronto.
Un día después de la gripe, comenzó el dolor de cuerpo y Ernesto buscó al médico particular de la empresa donde laboraba, quien le hizo unos estudios de tórax y al ver que todo estaba en orden, lo regresó a su casa a guardar reposo.
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Los síntomas persistían y un segundo doctor privado le envió medicina para la gripe, sin que surtiera efecto mientras la enfermedad avanzaba lenta y peligrosamente.
Seis días después de la primera fiebre, llegó la desesperación: a Ernesto le costaba trabajo respirar y hablar, por lo que le pidió a su esposa que lo llevara a la clínica 31 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) en Iztapalapa, Ciudad de México.
Esa fue la última vez que Fabiola Marroquín vio a Ernesto, su pareja desde hace más de 20 años, quien a su parecer iba tranquilo y no estaba tan grave, pero los trabajadores de la salud le devolvieron la ropa del paciente y le advirtieron que no iba a poder salir porque se había contagiado de coronavirus.
—¿Ya le hicieron la prueba? —preguntó Fabiola a uno de los médicos.
—No, todavía no se la hacemos, pero él tiene todos los síntomas y ya viene muy mal de Covid-19 — le respondió.
Un par de horas después, los trabajadores de la clínica 31 le informaron a Fabiola que su pareja sería trasladado a la clínica 32 del IMSS, un hospital equipado con todos los aparatos necesarios para brindarle oxígeno medicinal a Ernesto.
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Estuvo intubado una semana en la clínica 32 con un diagnóstico “grave, pero estable”, según los reportes que recibía Fabiola, hasta que sus pulmones colapsaron el 6 de mayo.
De nueva cuenta Fabiola insistió en que le dieran una explicación de la muerte de su esposo, quien padecía obesidad y era fumador. Ella exigía, sobre todo, la prueba positiva por Covid para encontrar sentido a lo ocurrido y saber qué decirle a sus dos hijos: Jonathan, de 12 años, y Fátima, de 17, pero nunca le entregaron el diagnóstico.
“En el acta de defunción le pusieron insuficiencia respiratoria, porque por eso entró, decía ‘probable Covid-19’, porque ni siquiera ellos le hicieron la prueba, nada más me dijeron que llevaba todos los síntomas y le pusieron ‘probable Covid-19, neumonía atípica’”, comparte Fabiola en entrevista.
De esa manera, Ernesto quedó en un limbo creado por autoridades estatales y federales. Al ser un caso sospechoso de coronavirus, su fallecimiento no fue contabilizado ni anunciado en alguna conferencia de prensa o informe oficial.
Su familia, por su parte, ha tenido un cambio de vida estrepitoso. Para salir adelante en lo económico, Fabiola puso un puesto de venta de ropa y trastes afuera de su casa, mientras sus hijos siguen sufriendo la pérdida de su padre.
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“Nos ha ido muy mal, ahora yo soy quien lleva los gastos del teléfono, la luz y de todo. Nos ha afectado bastante porque estábamos acostumbrados a que cada ocho días nos íbamos a pasear y ahora tenemos que administrarnos hasta para comprar unas papas.
“En el caso de mi hija grande, ella estaba muy acostumbrada a su papá, era muy apegada a él, desde chiquita ha tenido ansiedad y ahora se le juntó la ansiedad con la depresión, le fue muy mal”, confesó triste.