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Migrantes venezolanos varados afuera de la Terminal Central de Autobuses del Norte, en la Ciudad de México, desean que para Año Nuevo ya estén en suelo de Estados Unidos.
A finales de agosto, Daylemar Montaño, de 23 años y Albania, su hija de tres, partieron de Venezuela. Después de sortear una infinidad de obstáculos lograron llegar a Ciudad Juárez, Chihuahua, en donde se encontraron con un par de sujetos que las cruzaron a El Paso, Texas.
Allí ya las esperaba un contacto que las trasladaría a Denver, Colorado. Éste, contó la joven madre, le dijo que el trato era sólo por ella, que no podía arriesgarse a recorrer Estados Unidos con una menor, así que las dejó a la deriva para que en menos de día y medio fueran capturadas por autoridades migratorias estadounidenses.
“Lamentablemente no nos quieren con niños, los gringos me dejaron en Ciudad Juárez y migración de México me llevó a Matamoros, ahí estuve prácticamente presa por cinco o seis días hasta que ellos mismos me trajeron acá [a la capital del país]”, narró Daylemar Montaño, una de los 200 venezolanos que la Unión Americana expulsa cada día de su territorio, según datos del Instituto Nacional de Migración (INM), publicados en octubre.
“Estoy en situación de calle, pidiendo colaboración [ayuda] para el pasaje, para volver a entrar, ese sería mi deseo [de Año Nuevo], esa es mi meta desde que salí de mi país”, subrayó.
“Yo no quiero quedarme en México”, agregó la sudamericana, quien también expuso que se acercó a un albergue para migrantes que está saturado “hasta nuevo aviso”.
Cartones con frases que piden “una ayuda para el pasaje o para comer” se ven al salir de la estación Terminal del Norte de la Línea 5 del Metro.
Los sostienen migrantes, en su mayoría de Venezuela, quienes bajo los intensos rayos del sol, en el suelo, con cobijas y harapos que les han obsequiado, improvisaron camas en las que pasan las frías noches del fin de año porque, dicen, no los dejan quedarse dentro de la terminal.
Se turnan para solicitar ayuda a los transeúntes: unos resguardan con solemnidad las botellas de refresco vacías cortadas por la mitad en las que les depositan monedas; otros acomodan las bebidas y alimentos que les donan y prefieren no recordar que “en Navidad, el niño Jesús no visitó a los nenes” y mucho menos que están lejos de su patria y de la familia que tampoco sabe cómo es que se encuentran.
Para ellos, la embajada de su país en México no es una alternativa, porque “no hacen nada, te bajan cuando ya estás en la frontera, no tienen consideración de lo que uno pasa: golpes, robos… ¿y ellos de vacaciones? Atenderán hasta el día 2 [de enero]”, expuso Marlene Finol, de 39 años.
Ella tiene cinco meses tratando de cruzar la frontera y viaja con seis de sus familiares, de los cuales tres son menores de edad.
“El deseo para el Año Nuevo es que para esa fecha ya esté en Estados Unidos o, por lo menos, en Ciudad Juárez”, contó Fernando Torres, migrante venezolano que viaja con seis de sus connacionales hacia la estación Lechería del Tren Suburbano, en Tultitlán, Estado de México, para tratar de treparse en el lomo de La Bestia, también conocido como “el tren de la muerte”, que se acerca a la frontera norte de México, porque “un ticket para Juárez está en 3 mil 600 [pesos mexicanos]”, agregó el joven.
Pese al frío, el hambre e incluso la fiebre, como la que padece desde hace un par de días Roland, de 25 años, él y sus compañeros de viaje creen que los migrantes no desisten y se aferran al llamado “sueño americano”, porque “el inmigrar no es ilegal, uno está acá no porque uno lo eligió así nomás, sino por necesidad, por falta de plata”, concluyó.
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