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Mi padre llegó de tres años a la Ciudad de México, a donde se trasladó su familia siguiendo a un tío, José Macías Ruvalcaba, quien se mudó a la capital cuando fue electo senador por Zacatecas en 1922. Habitante del “primer cuadro”, o sea de Tepito, mi padre se sumó de adolescente al movimiento de apoyo a la extensión universitaria, con el que la UNAM defendió la educación secundaria no ideologizada. También jugó basquetbol por la UNAM y estudió Contabilidad. Esa es la historia de mi familia con la UNAM , y con no mucho más que ese bagaje, llegué a la Facultad de Ciencias en septiembre de 1977. Si mi ingreso a la UNAM fue resultado de la mezcla habitual de motivos –una juvenil lealtad a la institución a la que asistió mi padre, el estudiar la preparatoria en un establecimiento incorporado a la UNAM y vivir en el sur de la Ciudad de México–, esa preferencia más bien emocional y un tanto pragmática fue dando paso a una valoración más racional y, por lo tanto, a un respeto y un cariño más robustos.
Una de las primeras conferencias a las que asistí en la Facultad de Ciencias fue dictada por Oparin. Sí, por el científico soviético estudioso del origen de la vida de quien había leído en mis libros de biología en la preparatoria. Me sentí enormemente privilegiado de estar inscrito en una universidad que nos ofrecía conferencistas del más alto nivel internacional. Y me siento cotidianamente privilegiado de contar con la amistad de quien fuera responsable de invitar a Oparin: nuestro experto y también muy famoso Antonio –Toño– Lazcano Araujo.
Durante mi licenciatura aprendí un montón. Mis maestras y maestros, en general, fueron buenos para enseñar y conocían muchísimo –así me lo pareció– de sus disciplinas. Las charlas impartidas por ponentes internacionales y las clases dictadas mayoritariamente con conocimiento y ganas me convencieron de que la UNAM es una muy buena universidad. Pero mi primer intento por conseguir un empleo como biólogo me mostró otro valor de la UNAM que no había percibido. Concursé por una plaza de técnico académico en otra universidad pública de la Ciudad de México. No obtuve la plaza, pero ese no es el punto: en las bases del concurso se especificaba que, en igualdad de condiciones, se favorecería a aspirantes que tuviesen familiares en esa universidad. En contraste, los puestos académicos de la UNAM se asignan por competencias. El que la vida académica de la UNAM sea lo más cercano que tenemos en México a una meritocracia me pareció desde entonces, y cada vez me lo parece más, un valor extraordinario y que pone a la UNAM en una posición de autoridad ética incuestionable.
Más tarde fui profesor de asignatura (asociado) en la materia de Anatomía Animal Comparada (antiguo plan de estudios de la licenciatura en Biología) y de Ecología de la Conducta. Obtuve esos puestos cuando me lo merecía y no los obtuve cuando mis rivales me superaron. Fui técnico académico en el Instituto de Biología, luego en el Centro de Ecología, con mi maestro, el doctor Hugh Drummond, quien me mostró el valor de los buenos diseños experimentales. Tras mi doctorado en la University of East Anglia (la UEA, cuyos colores son también azul y oro) con el doctor Bill Sutherland, regresé al Centro (ahora Instituto) de Ecología como investigador y ahí sigo. Fue mientras hacía mi doctorado en Inglaterra, y luego de mi regreso, cuando recibí las siguientes lecciones sobre la valía de la UNAM .
Durante mis primeros meses en la UEA fui testigo del prestigio que tiene en el extranjero la ciencia mexicana, al menos la que estaba cercana a mi especialidad. Si el asistir durante mi licenciatura a una charla de Oparin en la “Fac” me había maravillado y entusiasmado, en Norwich me topé con colegas doctorantes que se sentían privilegiados por haber tratado con el doctor José Sarukhán, quien había sido director del Instituto de Biología (IB) pero que, a la sazón, era coordinador de la Investigación Científica. Años después tuve una experiencia parecida en un vuelo entre Huston y Phoenix, cuando un piloto de helicópteros que viajaba a mi lado me preguntó, al saber que trabajaba en la UNAM , si conocía a Miguel Alcubierre, el famosísimo físico que desarrolló una propuesta de cómo se podría hacer posible el viaje interestelar. Sí, lo conozco y me da un enorme orgullo decir que soy su amigo.
El doctor Sarukhán armó un grupo de investigadores en ecología y evolución que ha sido pilar de dos institutos –Instituto de Ecología (IE) e Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad (IIES)–, fuente de innumerables publicaciones y que ha atraído el reconocimiento internacional –con la un tanto desafortunada consecuencia de que tres miembros del primer Laboratorio de Ecología del IB fueron eventualmente contratados por prestigiosas universidades estadounidenses–. Nadie le habría reprochado al doctor Sarukhán si, tras dirigir un Instituto, ser coordinador de la Investigación Científica y echar a andar un importante proyecto que daría lugar a dos institutos más en la UNAM , se hubiera retirado a escribir sus memorias. Pero él aún no había terminado de hacer las cosas que tenían que hacerse y por las que se volvió mucho más conocido (sospecho que no le gustaría que diga “famoso”) en México y en el mundo.
En 1992, ya como rector, el doctor Sarukhán presentó en la Cumbre de Río de Janeiro (United Nations Conference on Environment and Development, o UNCED) el más comprensivo proyecto para responder a la crisis de la pérdida de biodiversidad: había que conocerla primero. Su propuesta de crear comisiones nacionales para el conocimiento y uso de la biodiversidad fue asumida por el Estado mexicano y su resultado, la CONABIO, funcionó como la más importante iniciativa de un país en términos de biodiversidad. Ejemplo para muchas organizaciones académicas y ambientalistas del mundo, su creación y manejo le significaron al doctor Sarukhán el prestigioso Premio Tyler, considerado el Nobel del ambientalismo. La CONABIO, concebida por la comunidad de la UNAM en respuesta a la urgente convocatoria de las Naciones Unidas, heredó de la Máxima Casa de Estudios el rigor académico, el compromiso social y la eficiencia financiera. Como director del Instituto de Ecología, fui miembro ex officio del fideicomiso de la CONABIO y, como investigador en ecología, he participado en sus proyectos y procesos de evaluación.
Durante los más de 30 años que he sido investigador, he dirigido decenas de tesis de grado y posgrado, varias de ellas concluidas gracias a los apoyos que recibieron mis alumnas por parte de la Fundación UNAM. Se trata de otra entidad que, sin ser la UNAM, promueve los valores universitarios mediante la colecta de recursos que aporta la comunidad universitaria en extenso para impulsar proyectos universitarios. En estos años también he ocupado diversos cargos académico-administrativos y he tenido el placer de participar en cuerpos colegiados diversos. Fue durante el actual rectorado del doctor Enrique Graue Wiechers que ocupé la dirección del Instituto de Ecología. Mi paso por comisiones y consejos, por programas y seminarios universitarios ha sido un continuo aprendizaje: no se imaginan lo mucho que significa la UNAM, con sus laboratorios nacionales, institutos y centros de investigación, sedes foráneas, estaciones de campo, buques oceanográficos, programas y seminarios universitarios, proyectos especiales… Pertenecer a esos consejos y comisiones ha sido también un constante ejercicio de evaluación transparente, basado en mérito, de discusión racional –incluso también cuando es vehemente y emotiva– de apego a la legalidad y de respeto a la institución. En ese trayecto he sido llamado a manifestarme en defensa de la autonomía universitaria, incomprensiblemente cuestionada, sin la cual el quehacer académico se vuelve incompetencia burocrática. He participado en los esfuerzos, mejorables, pero ciertamente inmensos, por alcanzar la equidad de género y por erradicar el acoso de cualquier tipo en la UNAM .
Hace poco más de un año el rector me nombró director de la escuela de extensión UNAM Canadá. Desde la francófona ciudad de Gatineau, procuro la extensión universitaria, no ya como la que llevó a mi padre a manifestarse de adolescente por las calles del Centro de la ahora CDMX, sino como la proyección del hacer universitario, de sus muchísimos logros académicos y de su compromiso con la sociedad, no solamente con la de México sino con la de todo el planeta. En el actual rectorado, en sus secretarías y coordinaciones, he encontrado solamente inteligencia, entrega, respeto a la institución y también amistad. No sé, desde luego, qué ocurrirá en los meses que vienen, cuando el proceso de cambio de Rectoría avance esquivando los ya evidentes –y burdos– intentos intervencionistas desde el exterior. Lo que sí sé es que somos muchos, muchísimos los universitarios y las universitarias que estamos ya, como siempre, dispuestos a trabajar para que no se descarrile el proyecto más importante de la nación: la UNAM .
“Por mi raza hablará el espíritu”.
Investigador del Instituto de Ecología y director de la UNAM Canadá