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No es la libertad de expresión lo que ha estado en riesgo durante el sexenio de López Obrador. Por eso tanto el Presidente como la candidata del oficialismo y sus seguidores lo presumen: aquí todos dicen lo que quieren decir.
Y es cierto.
El problema es otro: el uso del poder.
Y al decir esto, no me refiero a los “balconeos” cotidianos que hace el Mandatario en las conferencias mañaneras, por igual a gobiernos extranjeros que nacionales cuando no son de su partido político, a medios de comunicación del país y del mundo y a periodistas y opositores, porque aún siendo muy grave que use esa tribuna para atacar a quienes dicen lo que no le gusta que digan, ese es solo un gancho para distraer.
¿Distraer de qué?
De lo que AMLO no quiere que se sepa: la realidad de la violencia brutal que asuela a todo el territorio, de la corrupción que está lejos de haberse acabado, del influyentismo, del gasto enorme de recursos en campañas y elecciones, de la condición de los migrantes que llegan al país, todo lo cual su gobierno oculta o incluso niega. Por eso su obsesión con que todos, desde gobernadores, diputados y senadores hasta magistrados, jueces y fiscales bailen a su son.
Se podría pensar que también quiere que los periodistas y analistas políticos se sumen a este aplauso permanente. Sin embargo, no es así. Porque los críticos le son muy útiles, pues le permiten ejercer su narrativa de un mundo en blanco y negro, formado por buenos y malos, en el cual él puede presentarse como víctima y justificar así sus acciones, desde la de considerarse por encima de la ley hasta la de militarizar al país, desde la de perdonarle deudas millonarias a las empresas paraestatales hasta la de no transparentar información, desde la de insultar a diestra y siniestra hasta la de hacer públicos los datos personales de sus críticos y opositores. Todo en aras de ese pueblo al que invoca constantemente y del que se presenta como único defensor.
Permitir la libertad de expresión le sirve al Presidente para asegurar que profesa valores democráticos. Pero a la hora de ponerlos en práctica, a Carlos Loret de Mola lo llamaron las autoridades a declarar, siendo que él no cometió ningún delito, y sin respeto por sus derechos humanos, no le permitieron llevar abogado, lo tuvieron de pie nueve horas y solo podía responder con monosílabos a los cuestionamientos que se le hacían, según relató en estas páginas Héctor de Mauleón.
Dice AMLO que sus adversarios insisten en contar lo malo para que de tanto escucharlo la gente se lo crea, pero eso es lo que él hace respecto a los comunicadores: machaca una y otra vez sus acusaciones contra ellos hasta que muchos las creen. Y se enoja cuando los jueces liberan a delincuentes, pero él convierte en delincuentes a quienes quiere que lo sean.
Según el Presidente del Tribunal de Justicia del Edomex, la justicia “consiste en defender a la víctima”.
Pero el problema por lo visto, es decidir quién es la víctima. En el caso de la demanda contra Loret, nos quieren hacer creer que la víctima es el delincuente.
Dice Sheinbaum: “Queremos que el sistema de justicia funcione”. Decimos los ciudadanos: “Nosotros queremos lo mismo”. Pero para lograrlo, hace falta que los poderosos respeten las leyes, las instituciones y a los ciudadanos.