Más Información
Joe Biden indulta a su hijo Hunter; “he visto cómo mi hijo era procesado de forma selectiva e injusta”, argumenta
Liga MX: Así se jugarán las semifinales del Apertura 2024; Cruz Azul y América vuelven a verse las caras
Comisión del Senado propone agenda común entre legisladores de México, EU y Canadá; quieren mejorar acuerdo del T-MEC
Vanessa ha llevado el feminismo a mujeres presas cada que visita a su mamá en Santa Martha Acatitla. Hija de Liliana Yépez, quien está en reclusión desde hace ocho años, es una bailarina que trabaja como recepcionista en un restaurante de Polanco.
Desde hace unos meses, Vanessa, de 25 años, se enteró de las protestas feministas gracias a las redes sociales. Aunque nunca ha participado en una, observó directamente a las manifestantes desde el interior de una tienda de ropa en las calles del Centro Histórico; además, también presenció la coreografía de Un violador en tu camino, y si hay un rasgo que define a Vanessa es su amor a la danza.
Lo que las mujeres de México están haciendo para exigir un alto a la violencia es un tema recurrente entre ella y su madre.
Desde su domicilio, en la zona centro de la Ciudad, Vanessa dice que han hablado de la posibilidad de que ese contexto de violencia las alcance, ya que a diferencia de otras mujeres, si ella desaparece, su madre no podría buscarla.
“Yo le digo: ‘Estoy bien, no te preocupes’, pero igual le pido que si desaparezco, no me busque. Quiero que me recuerde bien, no en cachitos. Ayer, por ejemplo, me fui a Tepoztlán y ella me dijo: ‘Cuídate mucho. Si llega el momento, provoca algo para que ahí tú quedes’. Se va a escuchar fuerte, pero es mejor a que te estén torturando, prestarte a que te estén haciendo cosas”.
Durante un día de visita, a las dos se les ocurrió la idea de que La Maestra, como Liliana es conocida en la prisión, convenciera a más compañeras y presentaran la coreografía en el patio de Santa Martha este 9 de marzo.
Vanessa le mostró la letra original para que la readaptara y no pareciera un señalamiento directo a las autoridades del penal; no obstante, a diferencia de lo que ocurre en las calles, aquí había que pedir permiso para protestar.
Sentada en las mesas del patio de la prisión, con una carpeta en el regazo, La Maestra revela estar alarmada por las noticias que ella y sus compañeras ven en la televisión. Descubrió el término ‘feminicidio’ y gracias a ello observó las protestas en las calles de la ciudad, se enteró del paro de mujeres y supo de lo ocurrido con la niña Fátima, cuya presunta asesina, por cierto, está en esa misma cárcel, en una zona separada de la población.
Mientras muestra la hoja en la que solicitó el permiso, cuenta que la directora le había advertido que, de autorizarlo, serían sólo de 25 a 30 reclusas, aunque la población de esa cárcel es de mil 171 mujeres, de acuerdo con datos oficiales.
Al narrar esto, otra mujer se acerca a la mesa: quería saber qué se organizaba. Se presenta y dice llevar 17 años en prisión por el delito de homicidio. Tras mostrar su interés en el performance, recuerda con nostalgia cuando ella y otras mujeres, ahí mismo, quemaron colchones y cobijas con el objetivo de exigir mejores derechos.
La Maestra le aclara que se trataría de una protesta artística y pacífica, sin quemar nada.
“Si ellas van a hacer un paro, ¿por qué no vamos a hacer algo aquí? Que la sociedad vea que no somos malas”, expresa la mujer.
A lo lejos, unas cuantas reclusas, entre ellas quizá la más conocida, Juana Barraza Samperio, conocida como La mataviejitas, disfruta del horario de visita, en el que se vende comida mientras los niños juegan en un patio y otras mujeres se abrazan con sus parejas, platican y comen en familia.
Aquel día, La Maestra no recibió visita de su hija, quien es la única que no ha dejado de ir a verla cada fin de semana. En la charla aprovechó para narrar el problema de salud mental que persiste entre las mujeres en reclusión. Desmotivada por no conseguir que se reabra su carpeta de investigación, ha contemplado el suicidio.
Desde hace un mes ha pedido apoyo sicológico a las autoridades del penal, pero a la fecha no ha recibido ninguna atención.
“Rogué para una cita de terapia y me dijeron que en ocho días, pero de aquí a que llegaba el día, yo ya me colgaba”, lamenta.
Liliana cumple una condena de 30 años por el delito de secuestro agravado. Ella afirma, sin embargo, que es consecuencia de una relación de codependencia amorosa. Antes de pisar la cárcel, tenía una pareja con problemas de alcoholismo que le pegaba y le quitaba su dinero. La Maestra tenía mototaxis en el oriente de la capital.
En 2010 secuestraron a su tía, y días más tarde, durante una discusión con el sujeto, éste le confesó haber sido el autor del crimen, junto con un familiar.
Liliana, confiando en las instituciones de justicia, fue a denunciar esta conversación al ministerio público, pero al paso de las semanas fue ella la que terminó presa por el hecho. Cuenta que si firmó su culpabilidad fue porque recibió amenazas contra ella y su familia por parte de un comandante.
Su hija y otras amigas han sido quienes han luchado desde afuera para interponer amparos y buscar que al menos se reduzca su tiempo en prisión. Vanessa afirma que si su madre está presa es “únicamente por suposiciones”.
“Queremos meter incidentes para que le bajen la sentencia, porque ya no logramos la absolutoria”, señala mientras muestra un documento en el que prueba que consiguieron un voto particular del magistrado Miguel Ángel Medecigo Rodríguez.
Las actividades de danza y la convivencia con sus compañeras son, precisamente, las que la han mantenido motivada.
A días de haber solicitado el permiso, las autoridades le informaron a Liliana que no podrían llevar a cabo la protesta.